jueves, 17 de abril de 2008

Vértigo

Ayer iba a salir con la motociclista. Hablamos por teléfono y me pasó una dirección en Palermo: “Un bar que te va a encantar”. Algo under, imaginaba. Bien under. Camperas de cuero brillantes, mesas de pool rotosas, botellas partiéndose sobre cabezas. Todo eso imaginaba. Estaba ansioso. Fumé un cigarrillo, un segundo y hasta un tercero. Nada era suficiente. Y por eso salí a robar.

Era media tarde, el sol se guarecía bajo una nube de smog acechante; unos pastizales quemándose sin control en algún lado. No importaba. Tenía el vértigo propio de los adolescentes: el fervor de lo indecoroso: como lanzarse de un avión sin paracaídas. Ya la veía con el cigarrillo colgándole del labio, la motocicleta como símbolo de lo indebido, de un sexo salvaje en condiciones salvajes. Tanto vértigo tenía que decidí entrar a una librería por Cabildo y probar suerte.

Apenas franqueé la puerta las palpitaciones se aceleraron. Bajar los ojos y respirar profundo me parecían actos demasiado sospechosos, por eso levanté la cabeza y miré a la cajera y a su ayudante barbudo. Desafiante. Tenía pensado robar algo de Anagrama. Ojeé las estanterías y enseguida supe todo. Un rayo más digno de ciencia ficción, de profesía por cumplirse. Ver los Detectives Salvajes de Bolaño y su tapa roja y brillante. Supe que lo quería tener. Que lo debía tener. Había una mesa de libros en oferta. Agarré uno de Coelho y fingí interés. Y supongo que nadie debería caer en una trampa tan idiota, pero tomé un libro de Paulo Coelho y pretendí que allí había algo, que ese libro era digno de ser leído e incluso, digo más, de ser comprado. Una idiotez por el estilo. Eso pensé.

Las piernas me flaqueaban, el pulso sobrevolaba largamente el límite de lo saludable; la tensión era insoportable. Dejé sobre la mesa el libro de Coelho y me acerqué hacia la estantería. Motociclista, cigarrillo, bar under, noche sexual: todo eso sentí al rozar el libro: su lomo rojo y brillante y sus letras llamándome, susurrándome indecencias al oído. Miré hacia la cajera: no miraba. Miré hacia el barbudo: les mostraba libros a unos tarados con traje y pantalón de vestir. Eso era todo: caminar hacia la puerta, paso seguro, dientes inmóviles, disfrutar de un ahorro de sesenta y siete pesos. Eso era todo. Así de fácil.

Entonces cometí el único error. Volví a mirar. Una vez más.

Y ella miró.

Y salí de ahí con la vista baja, tratando de hundirme en la vereda. Salí y el smog me cubrió con insolencia, me rascó los ojos húmedos y la garganta cascada. Salí para volver a ser débil, para dejarme vencer por la inercia.

El bar quedaba cerca de Plaza serrano. Era muy decente: una cerveza costaba veinticinco pesos. La motociclista llegó media hora antes: “Por las dudas, mejor ser precavida”. Estudia contabilidad. Trabaja en un kiosco. Lee moda. Me fui temprano, acusando un dolor de cabeza que no era del todo falso.

Estoy cansado, sin fuerzas. No pienso volver a verla.

1 comentario:

Unknown dijo...

Otra vez será. Minas y librerías abundan en el mundo. Aunque tenías la oportunidad única con el humo en la city porteña.

Salute, G.