sábado, 31 de mayo de 2008

2002

Antes de abrir la puerta, antes de salir de mi habitación, antes de pensar en escaparme por primera vez en mi vida. Estoy asustado.

Abro la puerta de mi habitación con mucha suavidad, muy lentamente. Salgo al pasillo. ¿Eso que oigo es un ronquido? Y eso ¿Será un murmullo? La luz está apagada, pero por la ventana entra la luna: un blanco pálido: fantasmagórico (Pablo, ¿qué hacés despierto a esta hora? Eso diría si no estuviera dormida; y él: Andá a acostarte, pendejo, pero también está dormido).

El espejo apenas se ve; pero ese soy yo; esa remera naranja es mía y esos pantalones anchos, los primeros pantalones que compré con plata propia (un mes repartiendo propaganda de una pizzería en la puerta del Alto Palermo, a dos pesos la hora), son míos también. Ese soy yo, me miro al espejo, me paso una mano por el pelo. Ya es hora de escapar de casa.

Un ruido se escucha en algún lado. Es ahora o nunca, pienso.

Es ahora.

Atravieso la puerta, una lluvia suave me humedece el pelo.

Soy yo. Y me estoy escapando.

Cuando llego a Corrientes lo primero que hago es mirar para todos lados. Hay un hombre acostado en posición fetal; una frazada lo cubre como si fuera un cadáver. ¿Y esos que están allá? ¿Esos tipos se darán cuenta? ¿Se me acercarán?

Por las dudas camino rápido.

Los faroles parecen tan apagados; el silencio, un silencio de muerte arrasa violentamente con la avenida. Son los autos, sin embargo, los que se animan a combatirlo. Pero en mi cabeza siento el silencio, siento a los hombres que caminan en grupo (cuánto daría por estar con Lucho, por estar con él ahora y no andar solo), siento que cualquiera podría tener una navaja y darse cuenta que soy inofensivo. Tan inofensivo como...

Camino aún más rápido.

Y cuando llego, cuando toco el timbre, cuando Lucho me baja a abrir y sonríe y carga dos vasos de cerveza. Cuando pasa todo eso largo una sonrisa de alivio.

Lucho me da el vaso y me hace una seña. Camino siempre un paso por detrás suyo: tiene una espalda de gigante y el pelo largo, con rastas. Todo me aturde un poco. La música suena fuerte. Las mujeres bailan. Ese olor a cigarrillo que inunda todo. Y me humedezco los labios con cerveza. Siento el sabor amargo, fuerte. Pero sé que tengo que tomar. Aunque casi nunca haya probado alcohol en mi vida. Se que tengo que hacerlo. La cantidad inmensa de cigarrillos, de vasos por todos lados; las mujeres. Sé que tengo que tomar.

-Llegaste, nene –me dice.

Es cierto. Llegué.

jueves, 29 de mayo de 2008

Taller de poesía

Habían pasado varios días. Ya no esperaba respuesta. Hacía frío y, campera y bufanda de por medio, estaba caminando hacia el Centro Cultural Borges. Avanzaba por Medrano fumando un cigarrillo y meditando sobre cómo sería el taller de poesía del tal Rodolfo Arreta, cuando una señora gruesa y de paso altivo me llevó bruscamente por delante. Pensaba darme vuelta y lanzarle algún tipo de improperio (algo así como: Señora, el mundo no es ni será suyo por más gorda que usted sea), pero entonces sonó el celular; uno de esos pitidos cortos que señalan un mensaje de texto. Y aún más lacónica fue la respuesta, un crudo y nada sensiblero: “No”.

Al parecer, la motociclista no quería casarse conmigo.

Apurando el paso, reflexioné unos instantes sobre la posibilidad de llamarla. Pedirle disculpas y concertar un nuevo encuentro. Ese era el plan. Vos sabés, Anto, no me encontraba en mis cabales (pensaba usar la palabra cabales, sí), estaba medio triste a la madrugada y te mandé ese mensaje estúpido, no me cuestiones, por favor, uno actúa a veces sin saberlo y…

Y sin darme cuenta llegué al centro cultural. ¿Por qué estaba actuando yo? No tenía ni siquiera una pálida idea.

La entrada era grande, había que sortear un escalón y llegar ante una de esas puertas que cuestionan tu presencia. La traté de abrir pero no se dejaba. Un timbre, a un costado, me pareció la mejor manera de actuar. Hola, dijo una voz femenina del otro lado del receptor. ¿Sería linda? Vengo al taller literario de Arreta. No hubo ningún comentario más, un ruido me indicó que ya estaba capacitado para abrir la puerta. Eso hice.

Avancé por un pequeño pasillo que había a mi izquierda y vi a una mujer apostada detrás de un escritorio. No era muy joven, pero tenía una belleza que la fea ropa que usaba no alcanzaba a disimular. Le ofrecí una sonrisa y un nuevo saludo. ¿El taller de Arreta? Segunda puerta a la derecha, dijo mientras retrucaba mi sonrisa con una sonrisa aún más grande. Le agradecí y doblé a la derecha. Nada mal para una primera conversación.

Caminé unos pasos, abrí una austera puerta vidriada y me encontré ante dos mesas, diez personas, y una voz altisonante que prontamente se silenció al verme entrar.

-Diga –el hombre, sin lugar a dudas Rodolfo Arreta, giró su cabeza y me miró. Tenía una ceja levantada.

-Vengo al taller literario –respondí sintiéndome, debido a la obviedad de mi comentario, un poco idiota.

-Eso se ve –dijo Rodolfo Arreta, sin bajar la ceja en ningún momento- ¿pero usted quién es? ¿Está anotado? ¿Sabe que este taller comenzó hace un mes?

Tantas preguntas y tan difíciles. Tomé aliento. La primera de todas se respondía fácil. La segunda no tanto; yo no estaba anotado. La tercera preferí omitirla.

-Tome asiento –dijo después de pensárselo un rato.

Me senté en una silla entre medio de dos mujeres, y cuando lo volví a mirar Arreta ya tenía la ceja en el lugar que correspondía.

La clase transcurrió lentamente. Fiel a su estilo de chaqueta a cuadros de tweed y cigarrillo apagado en la mano, Arreta habló sobre lo que él creía que era una poesía y por qué (siempre según él) la poesía de una de las chicas presentes (para nada linda) era una ofensa hacia los grandes poetas. Comenzó a nombrar una larga lista de poetas que, según Arreta, eran los Grandes Poetas. Yo, en un momento dado, alcé la voz y dije “Neruda”.

Rodolfo Arreta levantó su característica ceja derecha, dejó el cigarrillo apagado sobre la mesa y dijo:

-Neruda no es un Gran Poeta.

La clase terminó, más o menos, con esa afirmación.

A la salida, un grupo de cinco o seis personas me ofrecieron ir con ellos a tomar algo. Todos deben fumar marihuana, me acuerdo que pensé. Rechacé cordialmente la invitación y le mandé un mensaje a Antonela.

"Necesito verte", decía.

lunes, 26 de mayo de 2008

Y todo por culpa de Groucho Marx

Voy a contar exactamente lo que sucedió. Voy a contar por qué a mi mente aturdida se le ocurrió mandar ese estúpido mensaje de texto en plena madrugada. Voy a contar por qué hoy falté a la facultad y por qué no pienso levantarme de la cama en lo que resta del día. Y todo es por culpa de Groucho Marx.

Era muy entrada la noche, había prendido el velador que está junto a la cama y veía con satisfacción como una suave luz verde inundaba de claridad ese cúmulo interminable de acolchados. Los había sacado del armario en un intento por paliar el frío que se había apoderado del departamento. De un día para el otro, un frío de cárcel. La ventana, sin ir más lejos, estaba tan helada como una monja que ve por primera vez en su vida a un hombre desnudo. Por eso prendí la estufa, y por eso acumulé un ejército de acolchados sobre las sábanas. Quería pasar una de esas noches. Tirado en la cama, calentito, con un libro entre manos y mojándome los labios con un poco de whisky.

Una de esas noches.

Pero el whisky comenzó a surtir efecto, de eso no cabe duda, mucho más rápido de lo que esperaba. Quizás se debió a la cena esquelética que había tomado unas horas atrás o quizás se debió a que mi estómago se había debilitado después de tantos años de intoxicarlo con alcohol (me inclino fervientemente, sin embargo, por la primera opción). Lo cierto es que el primer vaso me golpeó las células del cerebro con violencia. Y lo cierto es que fue por eso que agarré el libro de Groucho Marx. Necesitaba acción. Necesitaba un poco de mujeres. Y aunque sólo se tratase de mujeres volando por mi imaginación, las necesitaba igual. La carne no era lo importante, o al menos no era lo importante cuando agarré el libro.

La primera anécdota trata de una perversión entre un niño de cuatro años (el joven Groucho Marx) y una tía con un perfume propio de los burdeles. Una cosa desagradable, y sin embargo inocente, y sin embargo –levemente- graciosa. Y así fueron pasando las anécdotas hasta que llegué a esta. A esta estúpida descripción. Y la voy a citar tal cual está escrita en mi libro, y que, según Manuel Talens (el traductor), sería lo que hubiera escrito Groucho Marx si este hubiera entendido más de dos palabras de español.

Habla de una noche de desesperación juvenil: una de esas noches en que uno es incapaz de quedarse quieto, en su cama, en su habitación, sin tratar de conseguir una chica. Y Groucho estaba buscando entre sus contactos femeninos y ya había ido descartando uno a uno hasta que finalmente llegó al último de todos. Una tal Celia, y dice así: “A Celia la recordaba perfectamente: era pequeña, con lentes de contacto, poco culo y unos pechos cuyas dimensiones, a efectos prácticos, eran más que suficientes.” Esa cita me volvió loco. A efectos prácticos, claro. Me lo puse a pensar y sí: a efectos prácticos las dimensiones de las tetas de la motociclista eran más que suficientes. Quizás el alcohol se me había subido al cerebro, pero en su momento me pareció muy cierto. A efectos prácticos, volví a pensar, aunque nunca las haya tocado, las dimensiones de esas tetas son más que suficientes.

Lo de poco culo, bueno, ninguna mujer es perfecta. Pero a efectos prácticos...

Y mandé el siguiente mensaje de texto. Era la una de la madrugada, había acompañado la lectura con un segundo vaso de whisky y estaba echando chispas. Sin duda, si alguien hubiera tenido la ocurrencia de colocar una madera al lado mío habría ocurrido un incendio desastrozo.

El mensaje de texto decía: “Te amo, ¿querés casarte conmigo?”

sábado, 24 de mayo de 2008

Saliendo del invernadero

Estoy comiendo poco. Casi no escribo. A la facultad estoy yendo por inercia. Ayer, sin ir más lejos, no tenía ningún motivo para salir de casa. Al menos cuando me levanté. Sólo encendí un cigarrillo y me quedé mirando la ventana y los autos y pensé que podría estirar esa actividad durante todo el día. Eso hasta que recibí el llamado.

Me puse una campera blanca, liviana, un suéter gris y, como detalle final pero no menos importante, una camisa azul –una camisa arrugada, manchada en el torso, pero que cumplía bien con su función: mostrar unas aletas azules por encima del suéter. Me miré al espejo, traté de sonreír. No aparentaba ser un hombre de negocios, pero daba el talle de tipo sobrio y con buen aliento. Justo lo que necesitaba.

Y salí del invernadero.

Caminé por Corrientes derecho y me sorprendió, una vez más, mi falta de tacto para oler el clima. Imaginé que si ponía un huevo sobre el asfalto no iba a tardar mucho en cocerse. Doblé al llegar a Pasteur. Y me demoré un poco, suelo ser bastante malo encontrando direcciones. Si el edificio está en la vereda par, yo siempre estoy en la impar. Pero esta vez tuve suerte. Esa puerta vieja, marrón, correspondía exactamente con el número que tenía anotado en el papel. Iba a tocar el timbre, pero la puerta, apenas la rocé, no ofreció ninguna resistencia.

Avancé por un pasillo largo y con paredes resquebrajadas por una humedad violenta. Era una sensación de estar adentro de una maceta vieja y seca. Al llegar al final del pasillo, me encontré en un pequeño cuarto cubierto de libros. Y la imagen se cristalizó: el olor a tierra era admirable. Años y años de postergar la limpieza. Un hombre estaba sentado detrás del escritorio. Lo había visto una única vez, hacía ya seis meses. Y por fin me había llamado.

-Sentate –me dijo, mientras se ajustaba los anteojos.

La otra vez también lo había visto atrincherado detrás de ese cúmulo de libros y papeles de todos colores. O mejor dicho: de todos los matices posibles del color gris.

Me senté en una silla que había sufrido el paso de los años. Del otro lado de la trinchera, el hombre me daba tiempo. A los hombres que se consideran importantes siempre les gusta darte tiempo. Te acomodás, tosés un poco, y luego comienzan:

-No me disgustó lo que leí –esas fueron sus primeras palabras; sus primeras palabras después de varios meses de retener esas treinta páginas. No me disgustó lo que leí-. Pero el mercado, quizás ya lo sabés, está bastante saturado.

Pareció reflexionar un poco, y se llevó una mano a la nuca. Me ofreció un vaso de agua (creo que lo sacó de abajo del escritorio) y lo rechacé cortésmente.

-Si tengo que serte sincero, Pablo, ni siquiera hay mercado. La poesía no vende. A nadie le importa la poesía. Salvo, quizás, a algunos filántropos sueltos. ¿Soy claro?

Era claro. Se había tomado seis meses para leer treinta páginas de poesía y ahora me decía que no había mercado. Claro como el agua.

-Si en algún momento producís otra cosa –dijo mientras me estiraba la carpeta; las hojas, pude notarlo, habían tomado un saludable color amarillento-, podés traerlo. Te voy a dar un dato. Novelas históricas. Eso vende, ¿me entendés?

Me levanté de la silla, lo miré una vez más. La carpeta estaba apoyada en mi pecho y la tenía agarrada con mucha fuerza.

-Novelas históricas. No cualquiera te daría un dato tan bueno.

Se sacó los anteojos y me tendió la mano. Le ofrecí un tanto asqueado la mía. Después volví a meterme en esa maceta larga y vieja hasta que llegué a la calle. Cuando vi el primer tacho de basura, me despedí del único proyecto serio que había tenido en mi vida.

martes, 6 de mayo de 2008

La puerta

El timbre sonó a las seis en punto. Ni un segundo más tarde. Fui al baño, me peiné, tomé un trago de cerveza y bajé a abrir. No era conciente de que me había demorado, tal vez, más de la cuenta. La encontré con su pie taconeando el suelo. Una, dos, y tres veces, acelerándose como un reloj que no anda para nada bien.

Subimos los cuatro pisos por la escalera. Nunca confié en los ascensores. No confío en esos hombres de campera negra que vienen a revisarlos y que pase lo que pase siempre les dan el visto bueno. Subimos por la escalera y creo que eso le molestó. Cuando abrí la puerta y vio los libros y las fotocopias por todas partes, no hizo nada. Absolutamente nada. No era una buena señal.

Se quedó parada junto a la puerta. Parecía uno de esos ratones que olfatean antes de decidirse a actuar. Se llevó un dedo a la nariz. Y lo tomé como algo personal.

-Tengo cerveza o whisky.

Antonela usaba zapatos, pollera negra y larga y una remera celeste que no parecía barata. Dio unos pasos cortos y amagó con sentarse en la cama desarmada.

-¿Tenés agua?

Claro que tenía agua.

-No, no tengo.

Estaba sirviendo cerveza en dos vasos, cuando pasó algo completamente inesperado. Se sentó en la cama y se llevó las manos a la cara. Eso hizo. Se cubrió la cara como si estuviera dispuesta a llorar.

Seguí sirviendo. Después tomé un trago de mi vaso. El de Antonela lo dejé en el piso junto a mi pie. La miré un rato, todavía con la cerveza bajando por mi estómago.

-Me quiero ir -dijo.

La puerta estaba abierta. Antonela no la había cerrado. Se la señalé con el vaso todavía en la mano. No dije una palabra.

Agarró su cartera (la debió haber soltado en algún momento) y comenzó a correr hasta que la perdí de vista.

Me quedé un rato inmóvil, tratando de entender esa súbita reacción. Agarré el vaso del suelo, lo llevé hasta la cocina. Después avancé unos pasos y cerré la puerta.

Por la ventana se filtraban los últimos retazos de un sol desfalleciente. Otro domingo que se iba.

sábado, 3 de mayo de 2008

Hasta el domingo

Dos y media de la madrugada: el celular comenzó a bailar sobre la mesa. Pegué un grito, bufé varias veces. Volví a gritar. Pero no se callaba. Tuve que levantarme, agarrarlo, leer: "Mañana no trabajo. ¿Te parece ir al Abasto?". Nunca odié tanto al género femenino.

A la mañana, con el sol escondido detrás de bolsas de nubes, consideré que no había nada mejor que hacer más que dormir. Dormir. Dejar de pensar en la carrera (rendí Contabilidad II hace tres días: casi no estudié: probablemente la repruebe otra vez), la motociclista, las interminables noches en bares de cuentos, reuniones con pseudo poetas, y cocinar y limpiar y buscar ese trabajo que no encuentro por ningún lado. Dormir. Y el celular volvió a cantarme "Hello Dolly" y a despertarme una vez más y a la mierda con todo. "¿Te llegó el mensaje?".

¿Me llegó el mensaje?

Volví a tirarme en la cama, no sin antes tomar la prudencia de apagar ese bicho tecnológico.

Me desperté cuando las nubes estaban bajando la guardia y sus largas filas dejaban de cubrir el cielo celeste. Me desperté para tomar un poco de aire, fumar un cigarrillo y tratar de aliviar tantas tensiones. Pero no pude contenerme, la llamé. ¿Patio de comidas del Abasto? No tenía un peso. No tenía ganas. No quería verla. Dije que sí. ¿Siete y media de la tarde? Ni un segundo después.

Esa debilidad que tengo hacia las mujeres no es algo nuevo. Basta que sonrían un poco y que se muestren un poco dóciles, basta un "Ese corte de pelo te queda bien" para que se me tatúe una sonrisa bobalicona en la cara. Eso mismo dijo: Qué bien te queda el corte de pelo. La besé durante largos minutos.

Ya estábamos instalados en el patio de comidas. Unas insoportables canciones de pop yanqui sonaban suavente, obligando (de una forma no muy sana) a que no existieran silencios. Pero hubo uno muy largo, y la música lo cubría, y después de juguetear con los dedos en la mesa Antonela habló:

-Quiero conocer tu departamento -dijo desviando los ojos de su plato (unos ravioles con salsa filetto: nada muy elaborado: me gustan las mujeres simples).

-Ya lo vas a conocer -respondí tratando de demostrar una seguridad digna de un profeta. Claro, mi profecía era fácil de cumplir. Yo tenía la llave. Continué:- ¿Te parece el domingo?

Mi mano estaba apoyada en la mesa. Y de pronto sentí la suavidad de su mano enlazándose con la mía. Sonrió, me miró a los ojos.

-Me parece.

Y volvió a bajar la mirada hacia su plato. Esos ravioles que se veían mucho mejor que mi ensalada. Cuidar la figura, le dicen. Y también el bolsillo.

La despedida fue breve. Un beso corto, unas promesas vagas, repetidas. Pero mis últimas palabras quedaron vibrando en el aire.

-Hasta el domingo -dije.

Y hasta el domingo será.