miércoles, 23 de abril de 2008

Alteraciones del whisky

Estaba cocinando fideos cuando recibí la llamada. Sabía quién era: en la pantalla del celular apareció la palabra “Motociclista”. No atendí. El agua ya estaba hirviendo. Y así y todo los fideos se pasaron.

A la tarde, ya con el estómago lleno, me acosté en la cama. Tenía los ojos inquietos: esos ojos inquietos que ya no buscan la televisión ni la computadora. La lectura, entonces, me pareció lo correcto. Agarré mi última adquisición: diecisiete pesos por la novela del escritor norteamericano homosexual más polémico del siglo pasado. Truman Capote, dice la tapa. Otros ámbitos, otras voces. Su primera novela, escrita a los veintitrés años (dos más que yo). Prometía.

A la décima página de lectura ya estaba un poco cansado de las sobreadjetivaciones y hartado de las descripciones inútilmente minuciosas. Me imaginé que a la hora de escribir esa novela Truman debía tener a los escritores rusos entre ceja y ceja.

Sin comparación con el incomparable Truman Capote de Música para camaleones.

Pero volvió a llamar. Eran las cinco de la tarde. Había tomado dos vasos de whisky y estaba alegre. Lo suficientemente alegre como para disfrutar del estruendo de la ciudad y para atender el llamado.

-Estoy mal. Quiero verte.

Regla número uno: Cuando una mujer está mal siempre hay que excusarse. Las mujeres son difíciles de por sí, un día malo puede ser una catástrofe. Lamentablemente el whisky había alterado mi sano juicio.

-Está bien. Decime dónde y a qué hora.

Mi caída estaba sellada.

Nos encontramos en una esquina de Recoleta. Ella, por supuesto, quería entrar a un bar. Yo, por supuesto, quería ahorrarme ese dinero. No fue posible. Regla número dos: Las mujeres siempre se salen con la suya.

Entramos al bar. Nos sentamos junto a la ventana y pude apreciarla bien. Su pelo negro estaba revuelto y en la cara se le notaban rasgos de ansiedad y deterioro.

-Me peleé con mi mejor amiga –dijo.

Llamé al mozo. Pedí un whisky. ¿Vos qué tomás? Y también un cortado.

Durante dos horas la motociclista me estuvo contando con detalle unas discusiones inútiles. Cuando creía que mi cabeza iba a reventar le dije que tenía que volver a mi casa.

-Estoy escribiendo una novela –dije. Y no mentía, estaba tratando de empezarla.

Me despedí con un beso en la boca. Un beso que duró por lo menos una hora. No estuvo mal.

Volví a mi casa sintiéndome extraño.

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