miércoles, 13 de agosto de 2008

Un mal presentimiento

Y finalmente el martes a la noche llamé a la motociclista. Tenía una voz irreconocible. Era más bien apagada, como si alguien la estuviera vigilando. Aunque claro: nadie se interesaría en vigilarla. Le pregunté si quería que nos viéramos. Dudó un poco; me dijo que sí. Dudó otro poco; me dijo que pasase por su casa. ¿Sabría ella que me estaba viendo con Laura? Le dije que me parecía una buena idea.

El martes a la tarde estuve escribiendo una nota para el diario Conurbano. Se trataba de la niñez, la sexualidad y la inseguridad, y ese tipo de cosas que en el fondo a nadie les interesan, aunque todos pretendan ofenderse y sentirse terriblemente indignados cuando ven en la tele o leen en el diario alguna noticia sobre maltrato infantil, o sobre alguna chica demasiado joven que no cree que ella misma es demasiado joven para estar con otros chicos. Y algún titular que dé para hablar, algo así como: Los niños sin futuro. En eso estaba, escribiendo esa estúpida nota, cuando recibí este mensaje de texto: Venite vestido de negro.

Quizás podría decir que me quedé hecho una piedra, aunque iría un poco más allá y diría que me atacó una curiosidad infinita. ¿Vestirme de negro? ¿Qué significaba eso? ¿Qué carajo podía significar eso? Durante unos minutos sentí como si me hubieran insultado, como si alguien hubiera entrado sigilosamente en mi casa y me hubiera dicho que yo era un imbécil. Un poco más tarde cambié de idea. Pensé que la motociclista se estaba volviendo loca. Y es que… ¿había alguna explicación razonable para vestirme de negro?

Pero accedí y me cambié de ropa. Me puse una remera negra, un sweáter negro (tenía unas rayas blancas en las mangas, pero era lo más parecido a negro que tenía), un jean negro y voilá: unas hermosas zapatillas negras que nunca usaba y que de tan gastadas que estaban habían sacado un poco de brillo.

Después me preparé un café con un poco de whisky, y me puse a recordar la llamada. Recordé su saludo. Había sido un poco eufórico, aunque casi inmediatamente su voz se había vuelto imperceptible, y había tenido que apretame el auricular en la oreja para entender lo que decía. ¿Qué más? No había mucho más, salvo… Me había dicho que iba a estar con una amiga en su casa. ¿Qué amiga?

-Una amiga –respondió-. Una amiga nueva. No la conocés.

-Bueno, está bien. Vas a estar con una amiga.

-Por favor, Pablo.

-No dije nada.

-¿Venís a las diez, entonces? ¿Dale que venís a las diez?

-A las diez. Sí. Esperame. A ver, pasame tu dirección.

Eso había sido todo. Un poco extraño, eso es cierto. Pero nada parecía confirmarme que se hubiera vuelto loca. Aunque claro: el intento de suicidio, el haberse cortado las venas, esa cara pálida que tenía en el hospital. Tenía un mal presentimiento.

Miré la hora en el celular. Todavía tenía algo de tiempo. Tomé de un trago el vaso de café con whisky. Me senté en la silla otra vez (sólo que ahora estaba íntegramente vestido de negro, salvo por esas líneas blancas en el sweater), agarré la birome y continué trabajando en la nota.

Escribí algo así: “A veces, los niños pueden sentirse incomprendidos. Es entonces cuando...”

domingo, 10 de agosto de 2008

La entrevista

La fachada del edificio era moderna. Tenía una puerta grande de vidrio, con adornos de metal que despedían brillos. El piso era de mármol y las paredes del pasillo estaban pintadas tratando de simular una naturaleza amable, con cascadas, árboles y lianas, y mariposas volando por todos lados; el pintor debía de ser un hombre enfermo, muy posiblemente un psicópata. Toqué el timbre y me quedé esperando. Miré una cámara apoyada en el techo y traté de sonreír. Estaba bien vestido. Usaba un sweater marrón y un pantalón negro de vestir. Zapatos. Escuché una voz apagada; podía ser tanto un hombre como una mujer.

-Soy Pablo Gowezniansky –dije.

Hubo un ruido agudo, no del todo molesto. Empujé la puerta y dije, como si hiciera falta (como si no me estuvieran viendo por la cámara sujetada al techo): “Ya entré”. La puerta se cerró a mis espaldas justo en el momento en que llegaba al ascensor, después de haber atravesado la cascada y los árboles sin sufrir ningún percance. Supongo que la gente de la ciudad a veces necesita eso: ver todo lo que estamos destruyendo. Una manera extraña de sentirnos importantes. Toqué un botón metálico y el ascensor se abrió. Al quinto piso llegó en una patada. Ni siquiera tuve tiempo de acomodarme el pelo.

Salí del ascensor, caminé hacia la derecha y toqué el timbre. Me abrió la puerta un hombre petiso. Usaba una remera gastada y unos pantalones que tuvieron tiempos mejores. La cara del hombre también parecía haber tenido tiempos mejores.

-Adelante. Pasá.

Me adelanté y pasé.

-Sentate en el sillón. Yo voy a buscar algo para tomar –dijo con su característica voz aguda, de la cual ya estaba advertido-. ¿Jugo? ¿Coca Cola?

Quizás vio mi cara de duda.

-¿Café?

-Un café, si no es molestia.

-Qué va –dijo, y desapareció de mi vista.

Tomé asiento en el sillón. Era un buen sillón. Un poco más cómodo que mi cama, y sin duda mucho más pintoresco. El living era grande; tenía algunas mesitas y sillas desperdigas por cualquier lado, sin una estética aparente; o quizás sí: la estética del desorden. Acomodé el bolso a un costado. Enfrentada al sillón, había una mesa muy pequeña, cubierta con unas vasijas de color claro que podían no valer nada, o de igual manera podían ser muy costosas. Enfrente de la mesa había otro sillón. Supuse que Raúl Guinea (tal como me había dicho el papá de Laura que se llamaba el hombre), tomaría asiento allí.

Raúl volvió al cabo de unos minutos. Tenía una taza de café en una mano y un vaso que parecía contener jugo. Me dio la taza de café y se sentó al lado mío, mirándome con una sonrisa cordial. Me dijo dos o tres tonterías sobre el tiempo y algo sobre un coche que ese día había mandado al mecánico por no sé qué problema en no sé dónde. Tomó un sorbo de jugo, cruzó las piernas. Me pidió que le hablara sobre mí.

-Bueno, qué puedo decirte. Estoy tratando… estoy dando mis primeros pasos en el periodismo. Hace unos años que entré a la carrera. Hace unos años. Bueno, hace un tiempo hice unos meses de taller literario. Me gusta escribir cuentos. Poesía. Ahora estoy tratando… ahora estoy escribiendo una novela –hice una pausa, tomé un poco de café, ¿por qué era todo tan difícil?-. Tengo varios cuentos terminados. Una vez, hace dos meses, creo. Sí, dos meses. Hace dos meses gané un concurso. No era mucha plata. Pero era algo. Una motivación adicional. Hago lo que puedo. Creo que tengo algún talento.

Apenas terminé de hablar, me di cuenta de que no tenía que haber dicho eso. No tenía que haber dicho que tenía talento. Esas son cosas que no se dicen. A nadie le gusta escuchar esas cosas. Si un tipo tiene talento, mejor que se calle y finja ser un idiota.

Raúl volvió a tomar un poco de jugo. Me miraba de costado, porque ambos estábamos sentados en el mismo sillón. No era una situación muy cómoda, y más después de ese silencio, un silencio que le tocaba romper a Raúl. Yo ya había dicho suficiente. Si decía algo más, estaba seguro de que podía arruinar mi oportunidad. Pero dije:

-Es un buen café –y no mentía.

Terminó el jugo de un trago y lo apoyó en la mesita, junto a una de las vasijas. Puso una cara apretada como si en vez de jugo hubiera sido whisky. No era una buena cara. Pero no cabía duda de que Raúl Guinea debía tener caras peores.

-No está mal –dijo-. Y el café. Sí. Tengo una buena máquina. La compró un amigo hace unos años. Un amigo al que le gusta tomar café. No está mal, eh. ¿De qué se trataba el concurso?

-¿El concurso?

-Esa cosa literaria.

-Ah, era… Bueno, tenía una temática solidaria. Más bien. Una de esas historias que tienen moraleja. Dos o tres vueltas de tuerca. El paralítico que al final resulta el héroe.

-Una pedorrada.

Me hundí en el vaso de café. Después lo apoyé en la mesita de enfrente. Volví a enderezarme en el sillón y saqué un encendedor. No estaba muy seguro de nada. No sabía si tenía que preguntarle, si no estaba cometiendo alguna estupidez.

-Mejor no –dijo-. No fumo. Y me molesta el humo.

Pensé que si hubiera fumado, si alguna vez hubiera adoptado ese vicio, que quizás su voz no hubiera sido tan aguda. Quizás hasta sería un poco ronca. Valía la pena arriesgar la salud con tal de probarlo.

-Soy una persona saludable. Me gusta comer fruta, me gusta tomar fruta. Me gusta lo sano. Quizás te des cuenta –dijo abriendo los brazos, como si quisiera hacerse eco de un cuerpo escultórico que sin dudas no tenía.

-Bien.

-Es mejor que nada. A ver. Me gustaría leer algo tuyo. Si es que trajiste algo. No es que tenga mucho tiempo ahora.

Saqué unas hojas que tenía guardadas en el bolso. Las agarró con suavidad. Me miró las manos. También la cara. Parecía como si se moviera en cámara lenta.

-Ahora me tengo que ir. Voy a verme con un… con alguien. Pero me gustaría repetir lo de hoy. ¿Qué te parece?

-Me parece muy bien.

-Espero que Sergio se mejore.

Dije que yo también deseaba que Sergio se mejorara, aunque no sabía de qué se tenía que mejorar el papá de Laura.

-Te abro abajo –dijo; y me miró de una manera algo extraña-. Te miro por la camarita.

Cuando estuve en la calle, sintiendo el horrendo frío de agosto, las cosas tomaron cierta claridad. La entrevista no había estado mal. Raúl tenía dos de mis mejores cuentos, algunos artículos periodísticos que había escrito hacía algún tiempo. Encendí un cigarrillo y me puse a caminar. Tengo que dejarlo antes de que me consuma, me acuerdo que pensé. Pero a cada pitada el sabor era más intenso. Después de todo, la entrevista no había salido nada mal.

Ahora tenía que llamar a la motociclista, hablarle. ¿Cómo se le habla a una persona que intentó en vano quitarse la vida? No lo sabía, pero intuía que no faltaría mucho para averiguarlo.

sábado, 2 de agosto de 2008

Esperando la entrevista

(Estoy demasiado confundido. No sé si pueda contar lo que sucedió ayer. No sé ni siquiera si quiero contarlo. Lo que sí sé es que hoy tengo que juntarme con este tipo: el papá de Laura me dijo que es petiso y que tiene voz aguda; eso es todo lo que sé. Y si consigo el trabajo tal vez pueda mudarme. Algo un poco menos humilde, menos bohemio pero más cómodo. Estoy confundido, demasiado confundido. Más tarde voy a llamar a la motociclista. Espero estar haciendo lo correcto.)