lunes, 23 de junio de 2008

Un paseo por la facultad

Fue en la facultad, a las once de la mañana. Estábamos sentados tratando de guardar silencio mientras el profesor se decidía a hablar. Tomó un sorbo más de café y antes de dejar el bolso negro sobre el escritorio, le dio un suave golpecito con la mano derecha. Era lo mismo que decir: “Acá están, muchachos, acá guardo el fin de todos sus sufrimientos; pero no crean que van a acabar, no, de ninguna manera, esto acaba de empezar”. Dejó el café y el bolso en la mesa y comenzó a hablar.

-Señores, creo que la facultad fue creada con un fin didáctico. La idea detrás de todo el sistema es que los alumnos aprendan. Yo también fui un alumno alguna vez –su cara llena de arrugas se contrajo en una débil sonrisa- y aprendí. Aprendí todo lo que les estoy enseñando y mucho más. Ustedes me ven. Yo soy un profesor cultivado. Los años me dieron respeto y yo tomé ese respeto.

Se adelantó un poco. Paseó la mirada por todo el aula. Era una mirada cruda e insolente. Parecía querer adelantarnos algo. Algo que estaba por decirnos en palabras. Tomó aliento y continuó.

-Ustedes, señores, me faltaron el respeto. Y acá tengo la prueba –dio unos pasos hacia atrás, agarró el bolso negro y sacó un manojo de papeles; comenzó a moverlos de atrás para adelante como si tratara de apagar un fuego invisible-. Debería darles vergüenza, señores. Mucha vergüenza. No tengo nada más que decirles. Que alguien se acerque a repartirlos.

Me puse la campera y la mochila y me levanté. Caminé entre los bancos dirigiéndome a la salida. Cuando estuve cerca de él, me di cuenta de que había creído que yo tenía intención de repartir los exámenes. Me los estiró y lo miré fijamente. Sentí la necesidad de decirle unas palabras. Lo estaba mirando a la cara. Miraba esos ojos grises e irritantes que combinaban muy bien con toda su personalidad. Agarré los papeles y me quedé por un momento con todos los exámenes en la mano. Me entraron ganas de comenzar a correr. Salir del aula con toda esa mugre y arrojarla en un tacho naranja del Gobierno de la Ciudad.

Pero por supuesto que no hice nada de eso. Le dije unas palabras al oído y pude ver cómo su rostro perdía altivez, cómo comenzaba a empalidecer. Quizás, si alguien le hubiera arrojado un papel a la cara, enfrente de él, hubiera ocurrido la misma transformación. Pero entonces habría comenzado a vociferar insultos a mansalva. Esta vez, sin embargo, agarró los papeles que yo le devolvía y se mantuvo sin decir una palabra, casi sin moverse. Apenas respiraba. Daba la impresión de que le hubieran disparado un tiro por la espalda.

Saludé a todos con un giro de la mano, algo así como si estuviera dibujando un medio círculo en el aire, y salí del aula.

Esa cara, esa mueca amarilla que salió de sus labios y de sus ojos, esa cara era mi victoria. Sabía que había reprobado el examen, sabía que la facultad se me estaba yendo al carajo y pocas victorias había tenido últimamente. Esa cara era una de las únicas. Las palabras que les dije al oído van a quedar archivadas en mi memoria para siempre.

-Y usted puede irse a la mierda.

Y creo que nunca dije nada tan en serio.

Cuando estaba por abrir la puerta de casa, recibí un llamado. Agarré el celular y miré la pantalla. Era javier. Estaba demasiado contento como para atenderlo. Y no lo atendí.

Dejé la mochila sobre la cama y me puse a pensar un poco. ¿En qué me había quedado? Ah, sí. Seguir trabajando en la novela.

jueves, 19 de junio de 2008

Una visita inesperada

Era muy temprano cuando sonó el timbre. Me había sobresaltado tanto que no tuve ni siquiera tiempo de bostezar. Agarré el auricular y pregunté quién era. Mi voz debía sonar como la de un hombre al borde del suicidio. O todavía peor.

-Laura –respondió; pero antes de que tuviera tiempo de pensar si conocía a alguna Laura, ella volvió a hablar-. La amiga de Antonella.

-¿Antonella?

-Sí.

Estuve un rato con el auricular en la mano tratando de poner el cerebro a funcionar. No había caso.

-No conozco a ninguna Antonella –dije.

-Perdón. Me confundí de piso.

Al instante me di cuenta de mi error. Y cuando volvió a sonar el timbre traté de fingir una voz distinta. No sé si tuve éxito.

-Me abren –dijo.

El tiempo me alcanzó para ir al baño, echarme un poco de agua en la cara, peinarme. Miré mi pijama: era de un beige sofisticado (le había pertenecido a mi tío en algún momento) y me quedaba bastante bien. Iba a mantener el pijama. Al rato sonó el timbre. Salí del baño y abrí la puerta. Laura se veía hermosa.

-Estaba yendo al trabajo –dijo como si eso explicase todo. La miré un rato. La miré mientras me saludaba con un beso en la mejilla, la miré mientras entraba al departamento. La miré mientras se sentaba en la cama deshecha, mientras cruzaba las piernas. Sin quererlo se me vino a la cabeza la imagen del cajón lleno de preservativos. Es un mal vicio que tenemos todos los hombres.

-Me acordaba el piso y me dije: bueno, qué carajo, vengo y se lo digo. ¿O no está saliendo con mi mejor amiga?

La puerta había quedado abierta. Así que estiré un poco el brazo y la empujé. La miré una vez más como si quisiera darle realidad a algo que parecía ser un sueño. Estaba despierto, eso era seguro. Me había levantado con el ruido del timbre y un minuto más tarde había entrado la amiga de la motociclista, la misma persona que había venido a mi casa dos días atrás. Había entrado con una pollera de oficinista, un pequeño saco azul y una camisa a tono. Una bufanda amarilla y los labios pintados. Todo eso era verdad, podía jurarlo. Pero nada tenía sentido.

-Si ves un poco de desorden. Bueno. Pasa que. Yo. Bueno. No esperaba –me quedé sin saber qué decir. Nunca fui muy bueno hablando con mujeres, y mucho menos con las que entran a tu casa en plena mañana, cuando ni siquiera tomaste una taza de café.

-No me molesta –dijo levantándose y acercándose al escritorio; las hojas sueltas le llamaron la atención- Incluso le da un toque. Algo particular. ¿Qué son estas hojas?

-Son las primeras páginas de mi novela –dije.

-Ah. Qué bien.

-Está muy bien –respondí.

Los siguientes minutos fueron un tanto confusos. Me preparé un café, le ofrecí algo, unas galletitas o alguna bebida. Rechazó la invitación y se quedó quieta, tal vez esperando que yo reaccionara de otra manera. Mis reacciones suelen sorprender a la gente. Y Laura se sorprendió.

Estaba comenzando a tomar el café cuando me dijo:

-Es por Antonella que vine.

Asentí con la cabeza.

-Ella seguro no te contó. Los abuelos, ayer. No, no. La semana pasada. No creo que te haya contado. Ella es así, ¿viste? Un poco tonta. Los abuelos se mataron hace una semana.

Había venido para avisarme que tal vez Antonella podía estar actuando de forma extraña. Fue un pequeño discurso, pero la idea era esta: que la entendiera, que estuviera amable. Incluso más: que tratara de apoyarla.

-Ella te quiere mucho –dijo mientras cerraba y abría lentamente los ojos, permitiéndome admirar unas largas y negras pestañas en un movimiento capaz de despertar pasiones.

-Gracias. Eso explica algunas cosas.

Laura golpeó con su tacón varias veces el suelo. Tomé un poco más de café.

-Bueno –dijo mirando su pequeñísimo reloj de pulsera-. Se me hizo la hora. Algún día, si querés. Yo trabajo cerca.

Le agradecí. Intercambiamos números de teléfono. Me dio un beso en la mejilla y se fue. Salió de mi departamento tan rápido que cuando traté de darme cuenta ya estaba bajando por el ascensor. No creía que hubiera inconvenientes. El portero le iba a abrir. Ningún portero podría llegar a desconfiar de una mujer vestida de esa manera.

Dejé el café sobre la mesa, miré la hora. Eran casi las nueve. La luz del sol entraba por la ventana iluminando todo el cuarto. Me acosté en la cama, me tapé la cabeza con la frazada y al poco rato volvía a estar durmiendo.

lunes, 16 de junio de 2008

Girando y girando

¿Quién cae en una fiesta con tres vinos y un video de boxeo? ¿Quién saluda con una piña en el brazo y una sonrisa boba? ¿Quién se rehúsa a subir por la escalera aunque se le pida una y otra vez, aunque se le exija con una convicción terminante?

-Basta. Mis pulmones no están para subir cuatro pisos a pata. Y los tres vinos también pesan –esos vinos, por supuesto, que ahora estaba cargando yo; y es cierto: pesaban.

Pero tengo que reconocerlo: apenas bajé del ascensor proferí un tremendo suspiro, como si acabara de escaparme de una tormenta por un pelo, o incluso por menos. Javier se sonrió, me dijo al oído (tal vez temiendo que hubiese algún vecino escondido en el pasillo), en un susurro inaudible, como si me estuviera contando un secreto: “Se nota que no estuviste tomando”, dijo. Y para qué negarlo. No había tomado una gota de nada. A última hora los nervios me habían acusado, me habían preguntado de forma atroz: “¿Qué carajo acabás de hacer?”

Y cuando abrí la puerta y Javier se sentó entre las chicas, y cuando pidió que abriera un vino, que sacara los vasos, cuando encendió su cigarrillo con ese Zippo plateado que relucía a gloria, que destilaba algo de lujuria pero también campechanía. Entonces supe que algo estaba pasando. Que tal vez la noche podía escaparse. Que podía perderlo todo.

Y empecé a tomar sin recaudo, sin darme cuenta que estaba parado en la punta de un hilo. Y que en la otra punta, allá a lo lejos, sentada con su pelo de rulos y su sonrisa enigmática, sentada con los ojos gigantes y su mano suave y tremendamente femenina, allá, en la otra punta estaba la motociclista.

Prendí el monitor de la computadora. Puse un cd mientras apuraba el segundo vaso de vino: Wouldn’t it be nice de los Beach Boys comenzó a sonar. Y al lado, justo al lado de la computadora estaba el libro de Faulkner: Réquiem para una mujer. Y no pude menos que preguntarme: “¿Por qué tiene que ser todo tan difícil?”

La amiga de la motociclista corrompió el ambiente con una carcajada. Una de esas risas que dicen todo. Tenía las piernas cruzadas y emanaba una seguridad imprecisa, una agresividad seductora. Se acercaba para hablarte, te rozaba con la yema de los dedos para que entendieras mejor la idea. Y el humo comenzó a confundirme, a hacerme perder la cabeza. ¿Por qué apoyó su mano derecha en mi muslo? ¿Por qué dijo un poco más tarde cuando el alcohol nos había achispado a todos?

-Es un lindo departamento. Pero lástima, ¿no? Falta la presencia de un hombre.

Y me apoyó un poco más la mano en el muslo. ¿Y dónde estaba la mano de la motociclista? ¿Dónde estaban sus ojos? ¿Por qué Javier se reía tanto?

Los vinos y unos vasos de whisky y I just wasn’t made for these times, y después Pet sounds y Caroline no. Y una vez más: Caroline no. O al menos creí que todo se repetía, que todo volvía a comenzar hasta el infinito.

Y la motociclista diciendo:

-Sos tan dulce, pero no sé. No sé.

Y creo que en ese momento me levanté, caminé hasta el baño con paso impreciso, apoyé la cabeza en el inodoro y dejé que la noche se fuera de esa forma. De esa forma brusca e insana. Todo se fue con el agua girando y girando.

¿Qué más puedo decir?

A la mañana me desperté con un dolor de cabeza terrible.

martes, 3 de junio de 2008

Frases sabias

Me dijo que iba a venir acompañada de una amiga. No sola. Sino acompañada de una amiga. Me dijo que iba a estar a eso de las ocho y que podíamos comprar unas pizzas. Y me dijo: No me preguntes nada, por favor. Dije: ¿Que no te pregunte nada? Dijo: No, no me preguntes nada. Hubo unos segundos de silencio. Y después corté.

Hace ya varias horas que agarré el libro de Martín Kohan. Simplemente lo agarré y me arrojé a la cama, tratando de desentenderme de todo. Ciencias Morales es el título. Parece que así, Ciencias Morales, se llamaba antes el Colegio Nacional Buenos Aires. Antes se llamaba así, tiempo atrás; por ejemplo, en el tiempo en que atacábamos ciegamente a los ingleses, en esa guerra que estuvimos tan cerca de ganar. Tan, pero tan cerca. Y en ese entonces, allá por el año 1982 es que está situada esta más que interesante novela. Una preceptora rígida (de esas rígidas rígidas) es la insulsa y monocorde protagonista de la historia. Y en un momento dado tuve el placer de enterarme que María Teresa, la preceptora, poseía lo que ella llamaba “la libreta de las cosas sabias”.

Esta es una de las frases sabias que María Teresa había anotado en su libreta de las cosas sabias: “Si lloras porque el sol se ha ido, las lágrimas no te dejarán ver el brillo de las estrellas”. Apenas leí esa enseñanza, dejé el libro sobre la cama. Cerré los ojos, meditando esa frase durante unos segundos. No tenía muchas vueltas.

Y después abrí los ojos, miré por la ventana. Era tarde, ya no había sol. Me llevé la mano a la cara, a la piel de la cara. La rocé. Estaba áspera. No lloraba. Todavía podía ver el brillo de las estrellas.

Eso hice durante unos minutos. Miré las estrellas, esos puntitos que en la ciudad se ven grises, tal como si nunca hubieran usado los blanqueadores que tan bien tratan de vender en la televisión. No, las estrellas no brillaban. Podría haber estado llorando tranquilamente, no me hubiera perdido de nada. O al menos no del brillo.

Más o menos a las seis de la tarde (no mucho después que mirara profundamente las estrellas, no su brillo, como dije antes, sino las estrellas a secas), recibí un mensaje de un tal “Javier poesía”. Es decir: Javier del taller de poesía. Javier es, sin lugar a dudas, un tipo de sexualidad un tanto dudosa. A la salida del taller, y antes de que se fueran todos a tomar algo (o quizás a fumar marihuana), me había pedido mi número de celular. No opuse reparos, por supuesto. El mensaje decía: “Perdoná, apenas te conozco, estoy aburrido, ¿querés hacer algo? No soy puto”.

No tuve que pensarlo demasiado. Javier era un tipo alto, bastante desgarbado, creo recordar que tenía una mirada perturbada. Era perfecto. Le pasé la dirección de mi casa y le dije que se viniera a las ocho, que iba a formar parte de una “suerte de reunión”. Mis últimas palabras fueron: “El alcohol será bien recibido”.

Esa mezcla extraña de personas (la motociclista, su amiga, el tipo de mirada perturbada) merecía, creí entonces, que ordenase un poco el cuarto. Eso hice: amontoné un cúmulo de fotocopias junto a la puerta y encimé peligrosamente, también junto a la puerta, los libros que andaban desperdigados por el suelo. Incluso me dieron ganas de pegar un cartel que dijera “Bienvenidos”. Lo pensé un poco (esta vez sin mirar las estrellas) y me decidí que ese cartel sería lo apropiado. Agarré un marcador y una hoja rayada de mi cuaderno universitario y escribí, en letra cursiva y bastante apretada: “Bienvenidos a casa”.

Acto seguido abrí la puerta y lo pegué con un poco de cinta scotch del lado de afuera. Lo miré unos instantes. Nada mal, pensé. Y también pensé: que comience la fiesta.

Eran las siete y cuarto de la tarde.