jueves, 10 de abril de 2008

UNO

Hoy me levanté desanimado. Tan desanimado que antes de levantarme de la cama decidí terminar el libro de Houellebecq, La posibilidad de una isla. Y no es que ese libro me gustase tanto como para animarme; todo lo contrario: está cubierto por una tintura de un pesimismo y un desvarío tales, que luego de una lectura minuciosa uno puede apreciar el mundo tal como es. Así, con sus millones de defectos.

Sin embargo, la otra noche las cosas no salieron tan mal. Fui a un bar donde leen cuentos, y cerveza por medio la cosa marchó bien. Puedo levantar la bandera del orgullo y decir que encontré algo de inspiración. Una nueva historia para otro nuevo cuento. Nada mal. Pero a la salida, mientras caminaba solo por la aventurera Rivadavia, dos muchachos, bastante menores que yo, por cierto, me salieron al encuentro.

-Dame plata o la cosa no corre -dijo uno. Y lo encontré bastante literario, y tan literario lo encontré que me dieron ganas de responder.

-No estoy acá para hacer literatura -dije.

Traté de seguir caminando, pero los tipos conocían su oficio. Me agarraron de un brazo y tuvieron la amabilidad de prevenirme.

-Dame el reloj o te corto el cuello -y es cierto que tenían una navaja no muy brillosa y quizás, incluso, marchita, pero su actitud se presentaba bastante feroz; me los imaginé tratando angustiosamente de cortarme el cuello con esa miseria de navaja, y algo de lástima me dieron.

Les di el reloj (más bien lo arrojé), y salí corriendo. Corriendo durante cinco exhaustivas cuadras hasta que me sentí seguro. Llegué a mi casa agotado, física y mentalmente. Y lo raro es el agotamiento físico: mi cabeza siempre está al límite.

Quizás, si mi ánimo me lo permite, hoy vaya a salir con una mujer que conocí en el bar de cuentos. Conducía una motocicleta, se llamaba Antonela y fumaba Marlboro.

Pero no todo tiene que ser tan malo.

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