domingo, 26 de octubre de 2008

Desorientado

Durante la larga semana que duró la fiebre, lo único que pude hacer fue quedarme acostado mirando el techo, levantarme para tomar una taza de té, o dibujar unos manchones coloridos sobre unas hojas, intentando, por primera vez en mi vida, acercarme a la pintura. Hablar con el doctor ayudó a no sentirme tan solo. El doctor me había acunado como si fuese un hijo, pero en sus ojos no había ningún aire paternal. Trató de que le contase un poco de mi historia. Le dije que no había nada que contar, aunque eso no era del todo cierto. Llegué a robarle a varias ancianas, me crucé a golpes muchas veces a la salida de algunos boliches, y una vez casi maté a un tipo. Odio a mis padres y odio a las prostitutas. No me gusta ver sangre pero me gusta generarla. Tengo miedo de que algún día se me ocurra saltar por una ventana.

-No sé me ocurre qué decirte.

-Lo que sea –dijo largando por la boca una burbuja de humo-. No me jodas, ¿cómo llegaste hasta acá?

-Me fui de la casa de mis viejos.

-¿Y por qué te fuiste de la casa de tus viejos?

-Porque quería vivir solo.

-Bueno, algo es algo. Por lo menos ahora sé que naciste de algún lado.

Esas eran las conversaciones que le gustaban al doctor. Él me preguntaba cosas y yo trataba de esquivar la respuesta. Y como yo esquivaba la respuesta, él seguía preguntando.

-Está bien, a mí también me gusta la independencia. Me gusta estudiar y me gusta hacer muchas cosas. Pero si tu idea de vivir solo es vivir en un monoambiente… no sé si me entendés.

-Me duele la cabeza.

-Ya casi no tenés fiebre.

-Y un poco la garganta.

A los pocos días, ya me sentía recuperado. El doctor me había dicho que podía pasarse un rato a la tarde, pero le dije que no hacía falta, que ya estaba mucho mejor. Trató de insistir. Dijo que quería asegurarse de que yo estuviera perfectamente bien. Gracias, le dije, pero ya estoy bien. Y supongo que eso lo alteró de alguna forma, porque después de eso estuvo muy callado.

El celular estaba, tal como lo había dejado, sin batería a un costado de la cama. No me había animado a cargarlo, quería esperar hasta sentirme bien. Y eso fue lo primero que hice apenas sentí que las fuerzas me volvían. Lo encendí, le enchufé el cable y escuché el pitido que indica que la cosa marcha bien, que la máquina infernal se está cargando, que ese aparato –a primera vista pequeño e inofensivo- se está preparando para volver a absorberte.

No había ningún mensaje de Antonella.

Pero había un mensaje, era la voz de mi jefe. Me preguntaba qué pasaba que no iba a trabajar. Era una buena pregunta. Miré el calendario en la computadora. Habían pasado casi dos semanas. Dos semanas sin ir al trabajo. Seguramente, pensé, ya me habían despedido.

Volví a pensar en el doctor y en Antonella, y me acordé de ese hombre, Raúl Guinea, al que le había dado unos escritos míos, un tipo que iba a orientarme, a tratar de conseguirme algún trabajo. Si le gustaba, claro. Si le gustaba la mierda que yo escribía.

Pensé que estaba desorientado, que nunca en toda mi vida me había sentido de esa manera. Encendí un cigarrillo y me senté en una silla, junto a la ventana. La misma en la que se sentaba el doctor tarde tras tarde. Miré a los autos amontonados, tratando de alcanzar la siguiente calle. Miré a las pocas personas que pasaban por ahí, a una mujer con pechos demasiado grandes. Miré a un árbol que estaba junto a la puerta de un kiosco, y me pareció que era la primera vez que veía ese árbol. Pensé que si tuviera que dibujar la calle en la que vivía, jamás podría hacerlo.

Y mentalmente agradecí que ya no me gustara escribir poesías.

viernes, 17 de octubre de 2008

Una luz inesperada

Querer morir es una de las sensaciones más normales, me dijo mirándome a los ojos. Me di vuelta en la cama; la pared era grisácea, y desde que me instalara allí, sus grietas me habían fascinado. Esas grietas parecían decir: el tiempo pasa, y no sólo nos pasa a nosotras. Pero cuando me di vuelta y vi esa grieta serpentosa, ese dibujo incompleto que tenía la pared, creí entender de qué me hablaba el doctor. De la misma forma en que la sensación de muerte es normal, también es horrorosa y tétrica y todos los adjetivos que logren sobrecogerte y hacerte vomitar en un balde verde junto a la cama.

Eso había sido lo primero que hiciera el doctor, había limpiado el balde y abierto las ventanas. Uf, había dicho, esto es terrible.

¿Pero cómo reaccionar cuando un hombre –o aún menos que un hombre: un estudiante, un niño, un niño que vive solo y trata de escribir y trata de ganarse la vida y tiene las mejillas blancas de tanta fiebre, las piernas débiles de tanta fiebre, la boca seca de tanta fiebre- se te acerca en la calle y te pregunta si sos un médico? ¿Cómo reaccionar cuando te dice que está desesperado, que piensa que está por morirse, y que por favor?

Durante una larga semana (quizás la más larga de mi vida), estuve acostado en la cama, tomando infusiones, vomitando, tratando de comer pan. Pan duro, pan de muchos días. Un poco de sopa. Lo poco que había en la casa. Empanadas. La fiebre, aunque no tenía termómetro, aunque no hubiera forma posible de medirla salvo por mi sensación desesperada de agotamiento y abandono, era de cuarenta grados. Al menos cuarenta grados. Una noche, mientras trataba de dormir, escuché una voz que salía de una grieta de la pared: Para qué.

Eso fue todo lo que dijo, nada más que eso. Y ni siquiera me animo a escribirlo con signos de pregunta.

Pero esa mañana logré salir a la calle, logré estirar las piernas y ver el sol tan de cerca, golpeándome con una furia fría, con una densidad provocada, como si mi cuerpo fuera intangible, como si esos rayos luminosos quisieran atravesarlo y en su impotencia, al menos, decidieran arrojarme una espantosa luz helada. Helada como el invierno que se aleja y deja paso a una primavera insegura, apenas palpitante. Y esa bata blanca apareció de la nada. Parecía que el sol hubiera cedido, quizás por lástima, quizás por indiferencia, y hubiera alumbrado a ese hombre como un designio. La voluntad de vida que me quedaba podía definirse en esa caminata desesperada, en ese andar flojo y casi sin rumbo. La fiebre todavía arrasaba con mis energías.

Durante una semana, el doctor estuvo viniendo todos los días. Me tomaba la temperatura, me suministraba unas pastillas, incluso se animaba a charlar un poco sobre literatura. McCullers, no, no la conozco. ¿Faulker? ¿Stefan Zweig? Hemingway, ese sí. Pero el doctor era muy complaciente, y no le molestaban mis gritos de dolor o mi fatiga constante.

(Muy posiblemente se enojaría si supiera que hablo de él como el doctor. Se quejaría y me diría que lo llame Patricio, que su nombre es Patricio, y que doctor no es más que una profesión. No un nombre propio. Pero él no sabe lo que escribo; aunque alguna vez, mientras fumaba sus cigarrillos exhalando el humo por la ventana, me haya visto acercarme a mis papeles, tomar una birome y comenzar a escribir. )

El doctor fue el que me hizo la observación sobre el celular. Quizás, dijo señalándolo con el dedo, en este tiempo hayas recibido alguna llamada. Quizás, respondí. Y me lo quedé mirando como si me quemara, como si su música infernal -todos los celulares tienen músicas infernales- pudiera resonar por el aire de un momento a otro. Invadirme, agraviarme. Antonella debió haber llamado centenares de veces. Se debió haber agotado de marcar y marcar. Tal vez, incluso, ya se haya suicidado. O tal vez haya venido y tocado el timbre y se haya marchado, angustiada, marchita, pensando que yo la dejé para siempre. Para el más siempre de todos los siempres.

Al ver el celular tuve muchos pensamientos. Pensé mil cosas y pensé mil mentiras.

-No voy a cargarlo –le dije a Patricio-. Por el momento no voy a cargarlo.

Después me tiré en la cama y traté de dormir un poco. Ya casi no tenía fiebre. La luz del mundo (si se me permite una metáfora tan vulgar) volvía a recibirme.