martes, 29 de julio de 2008

Un paño negro

Por más que lo intenté no pude formar una sonrisa. Veía cómo ese pelo seco (antes lacio y suave y brillante), le caía en tiras sobre la frente; los labios eran apenas dos líneas blancas que iban a tono con una frente que estaba surcada por una arruga minúscula, y sus ojos cerrados (como si no fueran a abrirse nunca más, como si no mereciera ni siquiera que los mirase) daban la imagen de una inocencia pura, casi tímida. Pero no: entonces bajabas la mirada y veías los brazos que estaban debajo de las sábanas (era casi como ver esas terribles marcas rojas), y la inocencia se perdía: tal vez se había ido para siempre; y eso me resultaba intolerable.

Me acerqué muy lentamente, porque sabía que no iba a poder dominarme. Me acerqué para notar eso: para darme cuenta del suave zumbido que salía de esos labios minúsculos, para sentir cómo podía latir la vida bajo esas sombras tan profundas. Intenté decirle algo (sentía que podía hablarle de cosas que jamás se me hubiera ocurrido decirle), incluso quise arrimar mis labios a esa frente frágil, a ese pelo fino y opaco. Pero di media vuelta y me alejé, no sin antes mirarla una vez más.

Afuera, sentada en una silla marrón, de piernas cruzadas, estaba Laura. Su mirada se perdía sobre el final del pasillo (en la máquina de café, o tal vez en esa anciana que sostenía un crucifijo blanco y rezaba silenciosamente). Creí que tenía que decir algo, y que debía ser positivo.

Caminé hacia donde estaba y me senté en una silla junto a ella. No era nada cómoda, pero me pareció que iba bien con la ocasión. Un hospital no puede tener sillas cómodas.

-Tenemos que hacer todo lo que podamos –dije.

No respondió, ni siquiera fue capaz de mirarme. Era fácil darse cuenta de que me estaba reprochando mi insensibilidad, ¿o no era yo quien salía con Antonella? ¿O no era yo quien se había quedado dormido? Apoyé las manos en mis piernas y recliné el torso un poco; un suspiro demasiado fuerte se me escapó. Y entonces no pude evitarlo, de los ojos se me deslizaron unas finas gotas de rocío. El pecho se me inflaba y se me contraía. Me sentía igual que un sapo, o todavía peor.

-Ojalá fuéramos como sapos –dije, las palabras comenzaban a brotar solas-. Nuestra vida sería fácil, ¿o no?, podríamos saltar en un arroyo, de hoja en hoja –Laura giró su cuerpo, descruzó las piernas y me miró-: Por favor, no sé. Te juro que no entiendo.

Su mano bajó hacia mi rodilla, la presionó apenas. No fueron más que unos segundos, después se levantó y pude notar que tenía los ojos muy rojos (tenían unas líneas que se debatían en un desorden absoluto, como si fueran miles y miles de truenos color sangre). O tal vez exactamente era lo contrario: esos ojos parecían demasiado reales. Y por eso me lastimaban tanto.

Laura comenzó a caminar por el pasillo hacia la máquina de café. No hizo mucho más que eso, se apoyó sobre la máquina con las dos manos y así se mantuvo durante un rato largo. Después se acercó hacia mí y me dijo si podía acompañarla a la casa. Dijo que si no la acompañaba se iba a desmayar. Y su voz estaba tensa como la cuerda de un violín al borde de romperse.

-Vamos –dije-. Te acompaño.

La noche comenzaba a caer. Era un paño negro adueñándose del cielo. Si fuera un campesino podría oler la lluvia al llegar, podría darme cuenta hasta del grosor de las futuras gotas. Pero no podía oler ni sentir nada. Salvo la mano de Laura ciñéndose a mi cintura, los pasos cortos pero rápidos, un dolor de cabeza que crecía y que parecía estar por estallar.

En algún momento, en algún lugar, algo estaba por estallar.

sábado, 26 de julio de 2008

Cuando se acaba la calma

Era una sensación hermosa: estar abrazado a la motociclista, con las luces rojas y azules parpadeando, y un ronquido suave, un murmullo que era como el fluir de un río, y dos copas rojas, de un rojo intenso que flotaba sobre nuestras manos libres, y los labios casi unidos susurrando te quiero, y yo también, y yo aún más, pero yo mucho más. Y cuando me desperté tuve que entender que todo eso era mentira, que mi inconsciente, una vez más, me había traicionado.

Estaba solo en mi departamento, las sábanas completamente sudadas. Y me acordé de la llamada de la noche anterior. Estoy en un ratito le había dicho, pero miré el reloj de pared y me di cuenta de que algo no andaba bien. Tardé en comprender que la luz del sol estaba cayendo y que el reloj no me estaba engañando. Pero nada parecía tener sentido, salvo que hubiera ocurrido eso: que hubiera dormido veinte horas sin darme cuenta: como si la noche y la mañana y la tarde hubieran transcurrido en un soplo.

Me levanté de la cama de un salto, pisando el libro de Faulkner sin quererlo. Una víctima, pensé, la primera del día. Me preparé un té antes de decidirme a salir. Después me puse un saco marrón (lo había conseguido a un precio irrisible en una feria americana), un pantalón de corderoy (el único de corderoy que tengo) y las rotosas zapatillas que hace unos años había comprado en Bolivia. Pero no pude tomar el té; sentía que algo estaba por decidirse, que había algo que estaba ocurriendo y que quizás no estaba a mi alcance detenerlo. Sentí que el mundo era una masa amorfa con vida propia, y que yo apenas era un punto ínfimo, casi invisible: una gota de leche en una taza de café.

Pero cuando salí, el frío me resultó insoportable, y seguí caminando, porque de alguna manera (no podía precisar cómo) sentía que lo merecía. Carajo, Antonella estaba en el hospital. Sola y me habían dicho que fuera y no fui, y me quedé dormido y… ¿Y cómo era posible, cómo podía haber pasado algo así? ¿Cómo carajo había dormido durante veinte horas sin darme cuenta?

Encendí un cigarrillo y seguí caminando. A unas pocas cuadras un tipo tambaleándose comenzó a hablarme, me siguió los pasos durante unos metros, le dije algo que no me acuerdo, o quizás no le dije nada. Quizás solamente le haya dicho que me dejara en paz, que por favor no me molestara. Y en algún momento se fue, y en algún momento llegué al hospital Garrahan, y en algún momento una enfermera me dijo el número de una puerta, y subí unas escaleras, y creía que tanto blanco sobre blanco iba a terminar volviéndome loco, y cuando llegué a esa puerta (también blanca, aunque la manija estaba rota, casi suelta), tuve que detenerme. Apoyé una mano en la pared, y después la cabeza, y también creí que unas lágrimas iban a salir despedidas de mis ojos como si fuera obvio, como si no estuviera a mi alcance impedirlo. Pero eso no ocurrió, y ya estaba por entrar cuando por el pasillo miré esas piernas esbeltas, tapizadas por unas medias marrones, elegantes, y más arriba una pollera, y un sweater verde, casi chillón, y un pelo rizado, cayendo en ondas a los costados de la cara. Y la saludé y me saludó y nos dimos un beso en la mejilla (¿eso era la mejilla?), y Laura trató de decirme algo.

-Los brazos –pero entonces se calló; era como si no pudiera decir más que eso: los brazos, y volvió a repetirlo:- Los brazos…

Y me separé un poco, abrí la puerta y entré.

La austeridad de la habitación me resultó igual que un golpe, un golpe donde más duele. Había unos aparatos, una bolsa llena de un líquido marrón, una pared larga y blanca donde debería haber alguna ventana, un resquicio donde se debería poder mirar algo más, algo que no fuera blanco, o al menos alguna cosa que no fuera puramente utilitaria.

Y en el medio, justo en el medio de la habitación (como si las enfermeras fueran unas psicóticas amantes del orden perfecto) estaba la cama, y sobre la cama, yaciendo con un color blanco, un color que parecía mimetizarse con la palidez de todo el hospital, estaba Antonella. Tuve que aferrarme a la manija de la puerta para no caerme.

Nunca había visto algo así.

viernes, 18 de julio de 2008

Un río sonámbulo

Podría olvidarme de esta semana. Podría recostarme en la cama, tratar de cerrar los ojos (tratar de callar el insoportable ruido que me trae la ventana) y dejar que fluya: el olvido como si se tratase de un río suave, casi aletargado, o aún más: un río sonámbulo. Quisiera olvidar, quisiera (incluso) no haber empezado jamás a escribir esa dichosa novela. Pero no puedo.

No puedo olvidar que hace tres días recibí un mensaje de texto. “Estoy por el centro, ¿tenés un tiempito?”, y no era la motociclista. Era un mensaje de Laura. Y me imaginaba sus labios con rouge, con su bufanda de ese amarillo opaco (aunque no por eso menos agresiva), hablándome, susurrándome las palabras al oído: ¿tenés un tiempito? Sí, era casi como escucharlo, como tenerla frente a mí, tal como la había tenido unos días atrás. ¿Pero qué era lo que me pasaba? ¿Serían los días de encierro escribiendo y reescribiendo el primer capítulo sin casi detenerme ni para comer?

No sabía lo que me ocurría y no quería arriesgarme. Le mandé un mensaje diciendo: “Estoy trabajando más de lo que me gustaría, lo dejamos para otro día”. Y no estaba mintiendo.

Ese mismo día, un poco más tarde, en esa hora en que los rayos del sol apenas si se animan a atravesar mi ventana, dejando un exangüe tono anaranjado sobre mis papeles, en esa hora, decía, recibí un llamado. Me levanté de la silla y caminé hacia el montón de libros. El celular estaba sobre el libro de tapa roja de Patricia Highsmith: El grito de la lechuza.

Su voz no me sorprendió; no nos veíamos desde hacía una semana, y fingí (o traté de fingir) algo de naturalidad.

-Ya no me respondés los mensajes –dijo.

-No es que no los responda.

-Bueno, podrías empezar a responderlos. Hace cuánto que no te veo.

Levanté el libro de tapa roja con la mano derecha. El grito de la lechuza, leí, y creo que miré el título (sus letras verdes y brillantes) al menos cinco veces más.

-Hola, ¿te pasa algo?

Las letras verdes y brillantes eran como un imán.

-Espero que no –dije.

-¿Cómo que espero que no?

Tiré el libro sobre la cama, me llevé la mano al pelo; no dejé de suspirar. La motociclista no podía verme, pero podía sentir cómo seguía cada uno de mis movimientos. Como si estuviera ahí, exactamente ahí, sentada en la cama, mirándome.

-Quiero ir para allá. Yo tampoco estoy bien –su voz, de pronto, estaba suave como un jugo de naranja.

-Hoy no, perdoná. Hoy no me siento con ganas.

-Dale, un ratito nada más.

Volví a mirar el escritorio: llegué a alcanzar a leer, en letras negras y grandes: Capítulo primero.

-No puedo –repetí-. Hoy no.

-Pablo –la motociclista había estirado cada una de las vocales de mi nombre, y su voz sonaba débil, fatigada, como un piano al que apenas se le presionan las teclas.

-Perdoná –dije antes de cortar la llamada.

¿Perdoná, dije? ¿Dije perdoná y corté la llamada?

Hoy recibí un llamado de Laura. Su voz era pura angustia, incluso temblaba. ¿Al hospital? No entiendo, cómo que… Ah… Bueno, ¿dónde queda? Gracias, sí. Salgo en un ratito.

Pero todavía seguía en la cama, con los ojos cerrados, viendo cómo todo me daba vueltas y más vueltas. Una marea lenta, casi dormida, me hacía olvidar. Me obligaba a mantenerme quieto, me obligaba a bajar la persiana, a taparme. A apoyar la cabeza en la almohada. ¿Dónde queda? Gracias, sí. Salgo en un ratito.

Pero al ratito estaba durmiendo.