martes, 29 de abril de 2008

La ventana

Soñé que dios existía. Fue terrible. Me desperté con agua en la frente chorréandome hasta la garganta. Abrí la ventana, miré los autos, la gente pasar, el traba de la esquina que siempre me sisea. La realidad todavía existe, pensé. Volví a la cama y al rato estaba durmiendo.

A la mañana el sol comenzó a deslizarse por mi rostro. Abrí los ojos y una franja naranja me obligó a cerrarlos. Me levanté y miré el escritorio, los papeles, los libros amontonados. Miré la notebook abierta, con la pantalla en negro como diciéndome: Vení, Pablo, escribime, escribime algo bueno. Muy bueno. Que salga en una revista. En los diarios. En una editorial grande. Suspiré largamente, tratando de mantener la calma.

Lo primero que hice fue lo de siempre: servirme un vaso de whisky, mirar un rato por la ventana (en el sueño dios aparecía por la ventana: usaba una levita blanca enorme y me apuntaba con un dedo: me tiraba el whisky en la cara: Hijo, me decía, y entonces me desperté) y esperé ver esa levita blanca y esa mano apuntándome. Claro que nada de eso ocurrió. Volví a agarrar el libro de Raymond Chandler. La dama del lago. Una prosa fantástica, me dije. Ni siquiera dios podría objetarle nada.

Terminé de tomar el whisky y cerré el libro. El monitor negro se contoneaba, se movía de un lado para otro como una bailarina de flamenco. Me llamaba. Vamos, Pablo, escribí las primeras líneas de la novela. Las primeras líneas. Escribilas.

Moví el mouse y el monitor volvió a cobrar vida. Abrí un documento de Word en blanco. Lo pensé un rato, mordiéndome la lengua. Me serví una segunda medida de whisky, algo bastante imprudente considerando la hora temprana. El sol estaba fuerte. Sus rayos naranjas se encargaban de iluminar todo el cuarto.

Apoyé los dedos en el teclado y escribí:

“Soñé que Dios existía. Fue terrible. Me desperté con agua en la frente chorreándome hasta la garganta”.

Y no escribí nada más.

viernes, 25 de abril de 2008

El rey del mundo

Salí a comprar cigarrillos. Caminé unas cuadras por Corrientes y al instante sentí cómo ese aroma fétido me envolvía. Un aroma que no puede más que recordarme a la ciudad. Su inmensidad, su paranoia. Nada como una ciudad paranoica para intentar relajarse un poco.

Lo cierto es que estaba agotado, y tenía motivos para estar agotado. Durante más de tres horas intenté hacer un esquema de personajes, ambientes, capítulos, sensaciones, y digo más: tuve la osadía de arriesgarme con algunas descripciones que, siendo lo más honesto posible, probablemente jamás encajen en ningún lado. “Ojos como altiplanos”, por ejemplo. O: “X tenía una cintura más propia de un despertador que de un ser humano”. Cosas así. Dejar volar la imaginación. Chamuyo literario, le dicen.

A las pocas cuadras la calle Corrientes ya me tenía saturado. Había que hacer malabares para esquivar esa manada de gente indisciplinada que se oponía (no sé si concientemente) a mi natural necesidad de avanzar (cómo no) hacia adelante. Así y todo, más o menos, conseguir llegar al kiosco.

-Unos Morris de diez –pedí.

Una señora gorda, sorprendentemente gorda, atracada detrás del mostrador, sacó a paseo una sonrisa fofa.

-No me quedan.

La sonrisa se mantuvo. Parecía pegada con Topolino. Y me fui con una caja de Camel, un encendedor y una mueca que podría tildarse de irónica.

Seguí caminando sin dirección alguna. A los pocos metros, un hombre (un cartonero, no sé si cuenta como un hombre) se detuvo al verme encender un cigarrillo.

-¿Me convidás uno, pa?

Le acerqué uno. ¿Fuego? Sí, también. Le acerqué fuego.

Encendió su cigarrillo y vi cómo del pantalón sacaba un papel. Era un folleto.

-¿Sabés quién es este? –preguntó.

En letras negras y gigantes estaba escrito “¿Creés saber quién es el rey del mundo?” . Al costado había una foto de un hombre barbudo. Bien podía ser el Che Guevara. O también Jesús.

-No tengo idea.

Pareció meditarlo un segundo. Sus ojos aparentaban ser los de un alcohólico. Pero no había rastros de alcohol en su aliento. Y preguntó:

-¿Sos judío, no?

-Sí.

Suspiró pesadamente. Miró hacia la avenida, los autos, la insoportable cantidad de gente.

-No importa –dijo.

Y entonces se fue.

miércoles, 23 de abril de 2008

Alteraciones del whisky

Estaba cocinando fideos cuando recibí la llamada. Sabía quién era: en la pantalla del celular apareció la palabra “Motociclista”. No atendí. El agua ya estaba hirviendo. Y así y todo los fideos se pasaron.

A la tarde, ya con el estómago lleno, me acosté en la cama. Tenía los ojos inquietos: esos ojos inquietos que ya no buscan la televisión ni la computadora. La lectura, entonces, me pareció lo correcto. Agarré mi última adquisición: diecisiete pesos por la novela del escritor norteamericano homosexual más polémico del siglo pasado. Truman Capote, dice la tapa. Otros ámbitos, otras voces. Su primera novela, escrita a los veintitrés años (dos más que yo). Prometía.

A la décima página de lectura ya estaba un poco cansado de las sobreadjetivaciones y hartado de las descripciones inútilmente minuciosas. Me imaginé que a la hora de escribir esa novela Truman debía tener a los escritores rusos entre ceja y ceja.

Sin comparación con el incomparable Truman Capote de Música para camaleones.

Pero volvió a llamar. Eran las cinco de la tarde. Había tomado dos vasos de whisky y estaba alegre. Lo suficientemente alegre como para disfrutar del estruendo de la ciudad y para atender el llamado.

-Estoy mal. Quiero verte.

Regla número uno: Cuando una mujer está mal siempre hay que excusarse. Las mujeres son difíciles de por sí, un día malo puede ser una catástrofe. Lamentablemente el whisky había alterado mi sano juicio.

-Está bien. Decime dónde y a qué hora.

Mi caída estaba sellada.

Nos encontramos en una esquina de Recoleta. Ella, por supuesto, quería entrar a un bar. Yo, por supuesto, quería ahorrarme ese dinero. No fue posible. Regla número dos: Las mujeres siempre se salen con la suya.

Entramos al bar. Nos sentamos junto a la ventana y pude apreciarla bien. Su pelo negro estaba revuelto y en la cara se le notaban rasgos de ansiedad y deterioro.

-Me peleé con mi mejor amiga –dijo.

Llamé al mozo. Pedí un whisky. ¿Vos qué tomás? Y también un cortado.

Durante dos horas la motociclista me estuvo contando con detalle unas discusiones inútiles. Cuando creía que mi cabeza iba a reventar le dije que tenía que volver a mi casa.

-Estoy escribiendo una novela –dije. Y no mentía, estaba tratando de empezarla.

Me despedí con un beso en la boca. Un beso que duró por lo menos una hora. No estuvo mal.

Volví a mi casa sintiéndome extraño.

lunes, 21 de abril de 2008

Monstruos de ciudad

Olvidarse el pasado, olvidar el futuro, vivir el presente ¿Esa fórmula funciona? Escapé de casa, dejé los libros, dejé a Sartre, a Calvino, a Groucho, dejé a Vizcarra, a Nietzche, a Saramago, dejé una montaña de fotocopias y diskettes y papeles que ya no me decían nada. Escapé de casa, fui a plaza Bulnes, me senté en una hamaca. Me hamaqué. Tenía una botella de cerveza en la mano y una mirada perdida. ¿Qué hubiera dicho Schopenauer?

Estuve un rato tratando de entender algunas cosas. Pensé en dejar la carrera. En escribir una novela. Algo realmente bueno. De fondo escuchaba gritos y risas. Niños desafiando el declinante calor del sol, formando siluetas transpiradas, recortándose bajo la indecisión de un subibaja. Una novela, pensé. Y creo que fue la primera vez que pensé en algo tan grande.

Alguien encorvado, sucio, decididamente gastado por el correr de los años se me acercó. Me apoyó una mano deslucida en el hombro. Era un hombre. No tendría treinta años.

Fingir indiferencia me pareció lo correcto.

-Las hamacas son para los nenes –dijo.

Su rostro se había oprimido en una mueca absorbente; creo que intentó ser una sonrisa.

-Soy un nene.

-Un nene que fuma porro -respondió.

Entorné los ojos; el sol se guarecía bajo una larga hilera de edificios. El atardecer era una realidad.

-Convidame, nene. Mirá lo que soy.

Era un hombre deshecho, totalmente perdido. Ni siquiera era un hombre.

-No fumo –dije.

Era un monstruo.

-Perdón -susurré.

Un monstruo de ciudad.

Me levanté de la hamaca y fingí que no escuchaba esos alaridos desgarradores. Esas injurias. El aullido de un lobo en una montaña desierta hubiera sido más dulce.

Me volví, le acerqué los restos de cerveza, unas monedas. Una sonrisa sin dientes funcionó como despedida. Y me alejé. Por la espalda un escalofrío se apropió de mi cuerpo. Antes los fantasmas recorrían Europa, ahora los fantasmas recorren las plazas de Buenos Aires.

Caminé las diez cuadras hasta mi casa. Abrí la heladera y saqué un yogurt. Lo comí mientras observaba esa pila estrambótica de libros y papeles y diskettes y ropa.

El futuro sonreía.

sábado, 19 de abril de 2008

Humo

Otro día insensato. Fumé un cigarrillo. Tosí. Lo dejé. Miré el libro de Marguerite Duras, negro, atractivo. Sucio. Como su escritura y su poética. El amante, se llama. Lo agarré con odio, lo leí de un tirón, olvidándome del humo que se filtraba por la ventana, de la música del Cuarteto de Nos que sonaba incansablemente, una y otra vez en la computadora. Me preparé para la noche. Me bañé, me puse perfume, un saco. Las zapatillas de Bolivia. Y salí.

Había hablado con la motociclista. Para caer en el vicio, en la trampa del sexo. El olor. Hay mujeres que emanan olor a sexo. Se siente, se puede tocar. La llamé y le dije: Quiero verte ya. Ella tiene olor, tiene un pelo largo, lacio, que le cae por los hombros. Esos hombros estrechos, aguerridamente indefensos. Su olor es el olor del sexo ¿Ya lo dije? Quería volver a verla.

Le dije una dirección. Una calle. Nada de bares. No tengo plata. No trabajo. Casi no estudio. Nada de bares. Una dirección cualquiera. Dos esquinas que se cruzan. Algo así. Quería llevar la situación al límite. Partirme el cuello de ser necesario. Quería encontrarme con ella y que las formalidades desaparecieran. Se hundieran bajo ese humo insoportable que empapa la ciudad. Quería saber que ella quería.

Otra vez llegó temprano. Otra vez habló con esa voz nada melodiosa, nada sensible, nada atrapante. Dijo cosas sin sentido: Amo la literatura: Odio la gente que no sabe vestirse: Quiero vivir la vida. La miré sin ocultar mi desprecio. Me sentí despreciable.

Estaba acelerado y tenía miedo y tenía ganas de tener miedo. Quería arrojarme a sus brazos. Pedirle perdón. Tratar de entender el mundo, que me ayudase a entenderlo todo: la desidia frente al gobierno, mi actitud pasiva, reprochable. Mis faltas de ganas de vivir la vida.

Nos dimos unos besos.

Nos sentamos en una plaza.

Hablamos.

Y seguimos hablando.

Y creo que llegué a entenderla. Y pasó eso: tenía miedo de ser vulnerable: de echarme a llorar. Le dije basta. Que no quería volver a verla. Lloró. El humo se salpicaba de lágrimas. De tristeza. La tristeza de alguien indefenso, más indefenso que yo. Le pedí perdón. Besé el humo. Las lágrimas.

Fue un día triste.

jueves, 17 de abril de 2008

Vértigo

Ayer iba a salir con la motociclista. Hablamos por teléfono y me pasó una dirección en Palermo: “Un bar que te va a encantar”. Algo under, imaginaba. Bien under. Camperas de cuero brillantes, mesas de pool rotosas, botellas partiéndose sobre cabezas. Todo eso imaginaba. Estaba ansioso. Fumé un cigarrillo, un segundo y hasta un tercero. Nada era suficiente. Y por eso salí a robar.

Era media tarde, el sol se guarecía bajo una nube de smog acechante; unos pastizales quemándose sin control en algún lado. No importaba. Tenía el vértigo propio de los adolescentes: el fervor de lo indecoroso: como lanzarse de un avión sin paracaídas. Ya la veía con el cigarrillo colgándole del labio, la motocicleta como símbolo de lo indebido, de un sexo salvaje en condiciones salvajes. Tanto vértigo tenía que decidí entrar a una librería por Cabildo y probar suerte.

Apenas franqueé la puerta las palpitaciones se aceleraron. Bajar los ojos y respirar profundo me parecían actos demasiado sospechosos, por eso levanté la cabeza y miré a la cajera y a su ayudante barbudo. Desafiante. Tenía pensado robar algo de Anagrama. Ojeé las estanterías y enseguida supe todo. Un rayo más digno de ciencia ficción, de profesía por cumplirse. Ver los Detectives Salvajes de Bolaño y su tapa roja y brillante. Supe que lo quería tener. Que lo debía tener. Había una mesa de libros en oferta. Agarré uno de Coelho y fingí interés. Y supongo que nadie debería caer en una trampa tan idiota, pero tomé un libro de Paulo Coelho y pretendí que allí había algo, que ese libro era digno de ser leído e incluso, digo más, de ser comprado. Una idiotez por el estilo. Eso pensé.

Las piernas me flaqueaban, el pulso sobrevolaba largamente el límite de lo saludable; la tensión era insoportable. Dejé sobre la mesa el libro de Coelho y me acerqué hacia la estantería. Motociclista, cigarrillo, bar under, noche sexual: todo eso sentí al rozar el libro: su lomo rojo y brillante y sus letras llamándome, susurrándome indecencias al oído. Miré hacia la cajera: no miraba. Miré hacia el barbudo: les mostraba libros a unos tarados con traje y pantalón de vestir. Eso era todo: caminar hacia la puerta, paso seguro, dientes inmóviles, disfrutar de un ahorro de sesenta y siete pesos. Eso era todo. Así de fácil.

Entonces cometí el único error. Volví a mirar. Una vez más.

Y ella miró.

Y salí de ahí con la vista baja, tratando de hundirme en la vereda. Salí y el smog me cubrió con insolencia, me rascó los ojos húmedos y la garganta cascada. Salí para volver a ser débil, para dejarme vencer por la inercia.

El bar quedaba cerca de Plaza serrano. Era muy decente: una cerveza costaba veinticinco pesos. La motociclista llegó media hora antes: “Por las dudas, mejor ser precavida”. Estudia contabilidad. Trabaja en un kiosco. Lee moda. Me fui temprano, acusando un dolor de cabeza que no era del todo falso.

Estoy cansado, sin fuerzas. No pienso volver a verla.

lunes, 14 de abril de 2008

Agente secreto

Ayer dejé el msn abierto durante todo el día. Una manera tosca -bastante tosca, supongo- de hacer publicidad de este blog nuevo. Algo así como tratar de desvirgarlo, digamos. Muy suavemente. Aunque me gustaría romperle el himen con la brutalidad que pueden dar unos avisos en Clarín y Página12 y La Nación y el siempre excelso Infobae. Pero nada de eso es posible. Dejé el msn abierto. Ya saben, publicidad barata.

Mientras tanto, acostado en la cama, trataba de avanzar en ese libro cargado de adjetivaciones brillantes de Joseph Conrad: El agente secreto. Y antes, para quedarme con el pan y con la torta, como quien dice, leí un libro de espionaje avanzado (avanzado porque es una parodia al espionaje) de Graham Greene: Nuestro hombre en la Habana. Y llegué a la conclusión –bastante obvia, por otro lado- de que yo sería un pésimo agente secreto.

No sería capaz de caminar por la calle usando sobretodo gris –aunque no sea un día de lluvia, siempre hay que usar sobretodo gris-, calzando anteojos negros y guantes de cuero, intentando perseguir a un sospechoso que muy posiblemente se me perdería de vista a las pocas cuadras. Me imagino la llamada del jefe, ese hombre de seguro rechoncho, con mejillas rojas y voz gruesa y atronadora. Quizás se llamase T.

-Hace días que viene siguiendo a nuestro sospechoso. Todavía no ha pasado ningún informe.

-Es cierto, todavía no le he pasado ningún informe.

Cuando uno no sabe qué responder, nada mejor que repetir palabras.

-Bueno –el jefe (creo que habíamos acordado que se llamaba T.) se quedaría pensando un rato- ¿qué tiene que decir al respecto?

-Que nos encontramos ante un sospecho hábil. No hay duda.

Descargar la responsabilidad en la virtud del otro, y no en la ineficiencia de uno, puede ser una buena maniobra.

-Usted es un imbécil –pero T. es un hombre inteligente-. Su único trabajo es seguirlo y pasarnos un informe detallado sobre sus actos. Hace dos meses que se lo encargamos.

-Lo seguí, en efecto. Y fui tan hábil que traté de adelantarme a sus movimientos.

T. tose fuerte. Se produce un silencio en la línea.

-¿Y qué pasó, entonces? –T. está impaciente.

-El problema estuvo en el sospechoso. Yo me adelantaba con mucha habilidad, pero él tuvo la inteligencia de no elegir los caminos que yo seguía.

-Usted es un imbécil. Le voy a labrar un acta por incompetente. Y considérese despedido.

La última frase nunca la tiene que tener el antihéroe de la historia. Pero en este caso la tiene. El antihéroe soy yo. Y yo quiero tener la última frase:

-Se lo agradezco. El sobretodo y los guantes me hacían transpirar demasiado.

sábado, 12 de abril de 2008

Libro de quejas

Mi día fue pésimo. Me tenía que despertar a las siete de la mañana para ir a la facultad, y por supuesto que otra vez me quedé dormido. A eso de las diez de la mañana un vecino comenzó a cantar Bésame mucho en una versión bastante propia. No valía no desafinar, ni cantar otra cosa que no fuera el estribillo. Pensé en ponerme algodón en los oídos y traté de llevarlo a la práctica. Es claro: no encontré algodón en ninguna parte. Y así empezaba uno de esos días.

Traté de tentar a la suerte, sin embargo. Tomé mi cuaderno y una birome y salí a la calle. Fui a un bar que queda en Pueyrredón y Sarmiento. No era del todo malo. Las mesas estaban casi limpias y el mozo era gordo y con bigote, ¿podía pedir algo más? Me senté y traté de encontrar personajes. Un tipo en la barra, con saco blanco deslucido, labios finos como escarbadientes, una atrevida sonrisa de pedófilo. Eso anoté. Y pensé: esto va bien. E incluso comencé a imaginarme un cuento donde cabría un personaje tan desagradable.

Y entonces, a mis espaldas, un ruido atronador me sacó bruscamente de mis pensamientos. Me di vuelta y vi un Nalbandian gigantesco, sudando como una botella recién sacada de la heladera, y una raqueta que debía tener por lo menos el tamaño de mi cabeza.

Cerré el cuaderno y me resigné a mirar el partido. Después de todo, Dios sabe por qué hace las cosas. O al menos eso intentaba creer.

Pero a la tarde tuve la oportunidad de desquitarme. Estaba por salir de la estación Carlos Gardel (acababa de sufrir una tremenda decepción que ahora no tengo ganas de contar) y me topé con unos pendejos que trataban de ensamblar unos instrumentos (guitarra, piano y bajo) de la peor manera posible. Escucharlos era más difícil que tratar de disfrutar el sonido de un lavarropas.

Pero tuvieron una ocurrencia: junto a la funda de la guitarra (con una asombrosa cantidad de dinero que demuestra, otra vez, la estupidez de mucha gente), colocaron un cuaderno y un marcador, y el cuaderno tenía un título que decía “Libro de quejas”.

Lo agarré, lo abrí, y sentí la mirada ansiosa de todos los integrantes. Estaba lleno de inscripciones (por supuesto escritas por ellos mismos) que decían“Aguante La Gamba RnR”, "son lo más", e incluso la idiotez de: “Son un grupo con mucho futuro, no paren de tocar”. Tomé el marcador con mucha calma y anoté tres palabras que creía que definían más o menos el contenido de la banda.

Cuando salí del subte, ni siquiera la lluvia podía arruinarme ese pequeño momento de satisfacción. Me imaginaba a los integrantes de la banda parando de tocar, abriendo el cuaderno y leyendo en letras grandes y mayúsculas:

“Son todos putos”.

jueves, 10 de abril de 2008

UNO

Hoy me levanté desanimado. Tan desanimado que antes de levantarme de la cama decidí terminar el libro de Houellebecq, La posibilidad de una isla. Y no es que ese libro me gustase tanto como para animarme; todo lo contrario: está cubierto por una tintura de un pesimismo y un desvarío tales, que luego de una lectura minuciosa uno puede apreciar el mundo tal como es. Así, con sus millones de defectos.

Sin embargo, la otra noche las cosas no salieron tan mal. Fui a un bar donde leen cuentos, y cerveza por medio la cosa marchó bien. Puedo levantar la bandera del orgullo y decir que encontré algo de inspiración. Una nueva historia para otro nuevo cuento. Nada mal. Pero a la salida, mientras caminaba solo por la aventurera Rivadavia, dos muchachos, bastante menores que yo, por cierto, me salieron al encuentro.

-Dame plata o la cosa no corre -dijo uno. Y lo encontré bastante literario, y tan literario lo encontré que me dieron ganas de responder.

-No estoy acá para hacer literatura -dije.

Traté de seguir caminando, pero los tipos conocían su oficio. Me agarraron de un brazo y tuvieron la amabilidad de prevenirme.

-Dame el reloj o te corto el cuello -y es cierto que tenían una navaja no muy brillosa y quizás, incluso, marchita, pero su actitud se presentaba bastante feroz; me los imaginé tratando angustiosamente de cortarme el cuello con esa miseria de navaja, y algo de lástima me dieron.

Les di el reloj (más bien lo arrojé), y salí corriendo. Corriendo durante cinco exhaustivas cuadras hasta que me sentí seguro. Llegué a mi casa agotado, física y mentalmente. Y lo raro es el agotamiento físico: mi cabeza siempre está al límite.

Quizás, si mi ánimo me lo permite, hoy vaya a salir con una mujer que conocí en el bar de cuentos. Conducía una motocicleta, se llamaba Antonela y fumaba Marlboro.

Pero no todo tiene que ser tan malo.

martes, 8 de abril de 2008

El comienzo

Mi blog ya comenzó con frustraciones.

Este horrible título, "haciendo literatura", fue el cuarto de una posible lista. "Diario de un escritor" fue la primera idea: por supuesto copada por algún idiota que sólo se animó a escribir "rr" y se quebró ante la presión de un nombre tan magnánimo. "Diario de un renegado" ya estaba copado por un imbécil (otro de tantos) que hablaba de super héroes y decía: "Con este blog la verdad no se k kiero hacer" y continuaba con esta caradurez: "kizas analizar que hay heroes de todos los tipos y cada pais o mas concretamente cada zona tiene el suyo". Pero su vasta idea no acababa aquí. Sigamos: "Escocia tiene William Wallace, Catalunya tiene Sant Jordi, los americanos tienen el Capitan America....y bueno podemos seguir....". Pero por suerte no siguió, ese, su segundo post, es el último de un intento frustrado por expresarse.

La tercera idea, y aquella que me convenció de forma rotunda de eliminar el "diario de un" de mi título, fue la ingeniosa "diario de un idiota" (o sea: diariodeunidiota.blogspot.com). Y me topé ante un verdadero idiota, y además uno demasiado honesto. El blog no tiene post publicado, pero hay un encabezado, justo debajo del título "Diario de un idiota", que reza así: "Mi diario sincero no tiene otro sentido que el de que las personas que lo lean me den muchos aplausos, dinero y poder encontrar una chica maja para pasar el resto de mi vida. Casi nadaaaaa". Me pregunto: ¿Para qué carajo quiere los aplausos?

Eso sucedió esta tarde, mientras abría una cerveza de la heladera y especulaba si el sol se iba a decidir o no a bajar. Hoy a la noche tengo pensado ir a un lugar donde leen cuentos. Tratar de disfrutar otras perspectivas, olvidarme un poco de esta carrera de Contabilidad que me está atrofiando el cerebro. Basta de Debe y Haber y Asientos que no son asientos para sentarse y mujeres que destacan por su fealdad e inteligencia. Basta de todo eso. Hoy voy a escuchar cuentos. Quizás eso sirva de algo.

Siempre está la posibilidad de volver a casa y desahogarme con una cerveza. ¿Drogas? Todavía no llego a tanto.