viernes, 12 de diciembre de 2008

Un mundo de fantasía (adelantándose a Lyon)

Antes de irme a Francia tenía que hacer algunas cosas. Saqué todo el dinero del banco y lo puse en la valija. Saqué toda la ropa de mi armario y la puse en la valija. Saqué los libros imprescindibles y los puse en la valija. Ya había hecho casi todo lo que tenía que hacer. Pero todavía podía hacer algo más. Miré el último mensaje de texto y traté de memorizar la dirección. Antes de salir del departamento llamé a la tía de Antonella.

-Era para saber si ya sabías algo.

-No sé. No llamó. ¿Qué esperás? ¿Cuántas veces más tenés pensado llamarme?

-Pero quizás había llamado. O había mandado un mail.

-No llamó ni mandó un mail. ¿No me dejaste tu teléfono?

-Sí.

-¿No me dejaste tu mail?

-Sí.

-Cuando sepa algo te aviso –dijo, y cortó.

Me quedé mirando la ventana durante varios minutos. Los autos eran tan insípidos como siempre, la luz del sol recortándose y alargando sombras, los chillidos incomprensibles de la gente. Durante varios minutos no hice más que eso, mirar la ventana y vaciar la cabeza. Tenía un pasaje para Lyon y apenas sabía hablar francés. Estaba buscando a una chica que apenas conocía, pero que conocía lo suficientemente bien como para saber que valía la pena buscarla. Estaba mirando la ventana cuando decidí que ya la había mirado el tiempo suficiente. Me puse una remera, unos pantalones y salí.

Caminé por unas callecitas interiores y agarré Rivadavia. El aire era denso y unas finas gotas de sudor me recorrían el cuello. También me recorrían la axila, el torso y las piernas. No era el mejor día para caminar por la calle. Pero así y todo seguí caminando; sólo me detuve a comprar una pequeña botella de cerveza. Era el poco suelto que me quedaba y me pareció que una botella de cerveza estaría bien. Y más si las gotas de sudor helado se pegaban al vidrio tal como lo estaban haciendo. Tal como se ve en las propagandas. A los dos tragos ya sentía un poco de fresco en el cuerpo. Al tercero ya me la había terminado.

No tardé mucho en llegar a un edificio grande y moderno. No sabía si tocar el timbre o llamarlo por celular. Lo pensé durante varios segundos. Debía vivir solo. Si alguien vive solo no tiene sentido avisarle por celular. Salvo en el caso de que el timbre no funcione, pero no había ningún motivo para que eso fuera a pasar. Toqué el timbre y al poco rato recibí esa voz pausada y grave. Era la misma voz pausada y grave que tienen todos los médicos. Una voz capaz de calmarte enseguida. Y yo necesitaba calmarme.

Bajó usando una bata y dos pantuflas tan grandes y peludas que un niño podría dormir con ellas y sentirse seguro. Me dio un abrazo fuerte y un beso en la mejilla bastante sonoro. Recibí unas palabras delicadas; y si les hubiera asestado un martillazo probablemente se hubieran roto y sus pedacitos habrían golpeado el suelo y creado pedacitos aún más pequeños. Lo miré y le dije que en unos días viajaba para Francia, y le dije que quizás ya no iba a volver, y que me sentía como si estuviera bajo una lluvia demasiado constante. Me dijo que por favor subiéramos. Le dije que sí y lo seguí por un pasillo largo. Sus pasos eran suaves y pausados como su voz.

Entrar en su departamento era como entrar en un mundo de fantasía. Las paredes tenían un confortante color rosa y las mesas y las sillas tenían un color rojo que hacía recordar el rojo fuerte del rouge que usan algunas mujeres demasiado desesperadas. Sonreí y me pareció que jamás me había sentido tan cómodo. Caminé unos pasos por el living y me senté en un sillón. El aroma era el aroma de las flores. El médico me sonrió y yo le sonreí. Por la ventana se filtraba una luz espectral. La tarde parecía no acabarse nunca.

-¿Querés sentarte un poco más acá? Ese sillón es especial.

-Claro.

-No es por vos, por favor. La historia es muy larga. Pero mirá este sillón.

Me señalaba con un dedo un sillón de cuero teñido de fucsia.

-¿No es el más hermoso que viste nunca?

-Es muy lindo –dije, y me levanté y me fui a sentar al sillón más hermoso que hubiera visto nunca.

-Colecciono sillones –dijo.

Apoyé la espalda sobre el apoyabrazos mientras trataba de entender esa frase.

-Tengo una colección enorme.

-Claro.

-Antes coleccionaba chapitas. Pero era muy chiquito. Todavía no sabía que quería ser médico. Ahora son los sillones.

-Claro.

-Pero sentite cómodo y hablame.

-No sé. No estoy seguro.

-Por favor.

-¿De Francia?

-¿En serio te vas a Francia?

Me recliné un poco más y la cabeza se fue acomodando al apoyabrazos. El sillón tenía aroma de flores.

-Tengo pasaje para Lyon.

-L-a-i-o-n –dijo pronunciando cada letra con énfasis y un esforzado acento francés.

-¿Cuándo te vas?

-Dentro de dos días.

-Carajo. Dos días.

-Estoy loco, no sé por qué lo hago. Estoy desesperado. Esta noche no dormí nada. Pero yo sé por qué lo hago.

Mientras hablábamos, el médico caminaba de un lado a otro del departamento.

Sacó de un cajón un táper azul oscuro y de ese táper sacó un polvo fino y blanco.

-Seguime hablando –dijo sin dejar de manipular el polvo-. Seguime hablando.

Acomodé la cabeza un poco más y comencé a cerrar los ojos. El aroma era muy intenso y los ojos estaban muy pesados. Antes de olvidarme del mundo entero, escuché una nariz resoplando y resoplando.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Un viaje anunciado

No hubo charcos de sangre, ni cabezas con agujeros del tamaño de un punzón, ni insultos desaforados. No hubo desafíos del estilo “Tu vida no vale un peso” o “Mejor sería tirarte a la basura”. No hubo miradas acuciantes, ni tampoco vasos llenos de lágrimas. No hubo nada de eso. Las cosas fueron mucho peores.

(Y ahora sí, disculpen el uso del presente, pero vale la pena.) Es un segundo piso sobre la Avenida Santa Fe. Hay un portero que sabe chiflar cuando mira una mujer muy agraciada, y también sabe chiflar cuando mira mujeres cojas, con mucha panza y sin dientes delanteros. Sabe saludarme y sonreír como lo hacía hace quince años. Sabe darme la mano y preguntarme si miré el último partido de Boca, y si acaso no me parece que Riquelme juega cada día mejor. Esta vez no espera en la puerta. Pueden haberlo despedido. Puede que no. Pero lo seguro es esto: mejor que no esté. No soy capaz de soportar su presencia. Y hace al menos un año que no piso el edificio.

¿Tengo la llave del departamento? La tengo. Pero prefiero tocar el timbre, esperar. Eso hago: toco el timbre, espero. (La voz de una señora rancia, demasiado avejentada.)

-Soy Pablo –digo.

Y a la siguiente pregunta contesto.

-Sí, Pablo –y continúo-. Es algo muy importante.

Y amerita un insulto: Mierda, sí, es demasiado importante. Si mi vida es importante, esto es importante.

La espera se me torna imposiblemente larga. Prendo un cigarrillo y me quedo mirando el brillo dorado del marco de la puerta. Lo estuve pensando durante varios días, traté de contactarme con Antonella de cualquier forma. Nadie me supo decir dónde estaba. Su tía, sin embargo, me dio unos datos: en algún lado de Lyon, sí, una linda ciudad de Francia, pero no sabía dónde. La carta de Antonella fue tanto más misteriosa. A eso se debe que esté acá, pisando este edificio tras un año muy largo. Ni un buenos días por teléfono en un año, si es que entienden a qué me refiero.

Cuando la veo caminar por el pasillo, siento (perdonen la vulgaridad de la frase) que el alma se me cae a los pies. Pareciera que hubieran transcurrido al menos diez años. Arrojo el cigarrillo y me cruzo de brazos. Pero no voy a describirla, no tengo fuerzas suficientes. Se me acerca con pasos lentos, y es un vestido amarillo con puntos rojos los que se ganan mi atención. Cuando abre la puerta, en su cara sólo veo fantasmas. No es capaz de regalarme una sonrisa. Yo tampoco.

Sería injusto para el lector omitir el detalle de que esa señora con la que estoy subiendo por el ascensor, esa señora con la que apenas cruzo un saludo, a la que a duras penas puedo mirar sin sentir verdadero asco, es mi madre. Sería algo poco noble, y si hay algo que no soy, eso es ser poco noble. El departamento, como podrán imaginarse, está exactamente igual que hace un año. Desde las sillas con los cojines rojos, hasta los estrafalarios objetos que mi madre, tiempo atrás, se trajo de sus viajes por todo el mundo. Las lámparas; los libros limpios y olvidados descansando en la enorme biblioteca. Cada cosa en su lugar. El detalle es enfermizo.

Tengo que hablar y hablo. Le digo en lo que serían cinco o seis párrafos lo que ocurrió en mi vida durante este tiempo. Cinco o seis párrafos llenos de silencios, de miradas al piso, de esperar una confianza que nunca llegó. Varias toses que mi madre no escucha. Porque mi madre apenas me mira. Porque no quiere creer que alguna vez tuvo un hijo. Porque un día crecí y tomé decisiones angustiantes. (Y si no quiero hablar del tema, y si quiero omitir toda esta escena triste y tremendamente incómoda, espero que puedan entenderme.)

Eso sí. Salí del edificio con un cheque de muchos dólares.

Ahora tenía que ir a la aerolínea. Sacar un pasaje a Lyon y esperar que ella algún día pudiese aceptarlo. Las cosas cambian. Las sorpresas no se acaban nunca.