viernes, 26 de septiembre de 2008

La caída

Nunca estuve tan cerca de la muerte. Y nunca estuve tan cerca de querer morir.

Apenas entré al departamento de Antonella, todo comenzó a darme vueltas. Había un fuerte olor a incienso revolviendo el aire y una música suave escupiendo en mis oídos. Creí estar en un mundo diferente, o al menos en un mundo más horrible, mucho más horrible. Y no era por ese peinado de Antonella (el pelo arropando al ojo), ni por esa ropa fría y negra, ni por su andar más quedo, más inútil, ni su sonrisa de calma y de auxilio a la vez. Todo eso podía soportarlo. De hecho, apenas Antonella me bajó a abrir y la miré y vi todo ese inmenso desperfecto en su ropa y en su peinado, me sonreí. Me sonreí porque notaba esa necesidad, ese ansia desesperada por tenerme a su lado. Sí, podía olerlo. Y eso me hacía fuerte.

Pero cuando entré en su departamento, todo eso cambió. Fue la combinación entre ese ambiente underground y la chica que la acompañaba. ¿Cuánto años podía tener? ¿Quizás dieciséis? ¿Dieciséis años? ¿Y cómo podía tener esa mirada tan perdida? ¿Cómo podía usar esa ropa tan gastada y tan oscura? ¿Pero cómo, cómo podía usar la remera arremangada y mostrar esas horribles manchas cicatrizadas y más arriba esa sonrisa de muerta y ese saludo como si yo apenas existiera, como si no fuera más que el aire que entraba al abrirse la puerta, un leve frescor que jamás podría tocarla? Porque yo sabía que jamás podría tocarla, y eso era porque jamás podría acercarme, y eso era porque para mí esa chica ya estaba muerta.

No sé si fue entonces que me desmayé o si llegué a sentarme en el suelo junto a ellas, a decir algunas palabras, a tratar de mentir comodidad. Pero cuando logré espabilarme, cuando logré darme cuenta de que nadie estaba muerto y que yo estaba más vivo que nunca, me despedí de Antonella prometiéndole que la iba a volver a visitar. Era sólo un malestar en la panza, le había dicho, nada más que eso. Pero la fiebre no tardó en avanzar sobre mi organismo. Fue un avance desaforado, brutal, tal como jamás me había pasado. Y de nada me sirvió abrazarme a mi almohada con todas las fuerzas que disponía y de nada me sirvió tomar todos esos remedios que tenía en el cajón, el delirio se había instaurado y yo me sentía frágil y solitario como un gato en pleno Microcentro.

Y no había nadie, nadie que pudiera ayudarme.