jueves, 27 de noviembre de 2008

El sobre

Laura se levantó de la cama y sacudió la cabeza. Sacudió el pelo y su pelo brilló en el aire perfumado de la habitación. O debería decir: en el aire horriblemente perfumado de la habitación. Y podría agregar: sus movimientos me resultaron artificiales, todos y cada uno de ellos. Seductoramente artificiales.

Pero ahí estaba, hablándome una vez más.

-¿Cómo hacés para vivir en este lugar? –dijo, pero en verdad no estaba diciendo eso. Estaba sonriendo y difuminando, como si de una hechicera se tratara, sombras rápidas para todos lados. Una muy interesante estaba justo debajo de su hoyuelo izquierdo.

-Yo sé cómo hago para vivir en este lugar. Lo que no sé es cómo hacía para vivir antes –disimulé una sonrisa misteriosa (más que misteriosa, melancólica, deprimente)-. Y si tengo que volver... Estuve enfermo. Perdí el trabajo. Ahora esto es un lujo.

-Un lujo –repitió por lo bajo, como si no quisiera que yo la escuchara.

-Un lujo. Sí, señora. Un lujo de mierda, pero es un lujo.

Caminé de la cama hasta la cocina. Apoyé una mano en el marco y apoyé todo mi cuerpo sobre esa mano. La mano resistía bien.

-Decime algo. Decime alguna buena noticia. ¿Cómo está Antonella?

Tengo que hacer un breve paréntesis (me tomo la libertad de no poner el paréntesis entre paréntesis): hasta el momento, Laura parecía muy dueña de sí misma: sentada en la cama, parándose de la cama, mirando por la ventana el fluir de los autos, mirando algunos libros, algunos papeles sueltos que aparecían en los lugares más recónditos de mi pequeña, triste pero apacible habitación. Mi pregunta, sin embargo, logró cambiarle la cara.

-Antonella se fue.

Las mujeres a veces son demasiado literarias: Laura dijo eso y largó un suspiro, un suspiro vacío y prolongado. Su mirada se perdió en algún punto de la pared. Y después, lentamente, se perdió en algún lugar de mi cara. Sin mucha seguridad, diría que se perdió en mi oreja izquierda. La menos agraciada de mis orejas.

Me tocaba hablar y preguntar. Y hablé y pregunté.

-¿A dónde se fue?

Las uñas de Laura estaban muy movedizas. Unas se enterraban en la piel de una mano y después las otras se enterraban en la piel de la otra mano.

-Hablemos de algo lindo –dijo.

-Hablemos de algo lindo –dije con una sonrisa-. Pero primero hablemos de esto.

Si antes tenía las piernas cruzadas, las descruzó. Y si las tenías descruzadas, las cruzó (muy posiblemente con un movimiento rápido, al vuelo, como quien intenta sacarse una curita con el menor sufrimiento posible). No recuerdo bien sus movimientos. Pero sé que se movió.

-Se fue a París.

Voy a pasar por alto mi reacción en ese momento. Sólo digamos, a modo de ayuda visual, que mi mano tuvo que trabajar el doble de lo que trabajaba antes.

-¿A París?

-Se fue a la mierda con una mina.

-¿Se fue a París?

-Me dijo que te lo dijera. Me dijo que no contestabas el puto teléfono. Me dijo que no sé. Me dijo tantas cosas.

Laura sacó de su cartera un sobre. Sus ojos brillaban y el brillo no era bueno; nada que brille en un ojo puede ser bueno. En el sobre estaba mi nombre y el nombre de Antonella. En el sobre había tinta azul y una letra epiléptica. En el sobre (en ese momento lo supuse, pero jamás hubiera dicho en qué forma) estaba mi destino. Mi indescifrable y promisorio destino.

Todo eso en un sobre.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Santuario

Y un buen día me levanté y la cabeza ya no era más un globo de aire caliente. Las sensaciones volvían a acudirme, ya más relajadas, casi somníferas. La fiebre se fue volando por la ventana. Y mirando por la ventana fue que vi ese espejismo. Dos piernas, un torso, el pelo echado hacia atrás. El ruido de los autos y de la vida me impedían escuchar los tacos golpeando la vereda; el olor enconchado de mi departamento (más muchas otras cosas; también, para ser realistas, era casi imposible) me impedía recibir ese perfume dulzón, ese aroma de lluvia que tenía todo su cuerpo (nunca había tocado ese cuerpo, lo juro). Me preparé.

Me preparé: arrojé desodorante de ambiente por todo el cuarto, por la cocina, por el baño. Arrojé mucho. Apretaba el botón y no soltaba, y la fragancia volaba y volaba y reposaba en cada hoja, en cada libro, en cada silla. ¿No será demasiado?, me acuerdo que pensé. Y sí: era demasiado. Y era tarde. Me peiné rápido. Me puse el pantalón. Una remera. Pero ya no había tiempo para arreglarme. El timbre repiqueteaba una, dos, tres veces. Las mujeres son insistentes.

-¿Quién es?

-¿Quién va a ser?

-¿Anto? –dije, pero sabía que no era Antonella. Antonella no me había llamado, no me había mandado un mensaje: Antonella no había dado muestras vida (si es que seguía con vida).

-No, no. –se rió, pero no me animaría a decir si era una risa nerviosa o coqueta, o tal vez lastimera, compasiva-. Soy Lau.

Era Laura. Ya sabía que era Laura. A veces los hombres hacemos mímica con las mujeres. Siempre nos sale mal.

-Me abren –dijo antes de que la voz se diluyera en una corriente de angustia, de preguntas que para mí no tenían respuesta. ¿Y acaso yo era otra cosa que un tipo desempleado, un artista, si se quiere, un tipo con ganas de escribir, de sacar un proyecto personal (por ende, egoísta) adelante? Yo no era más, acaso, que eso, un desempleado egoísta y sin nadie con quien hablar. Algo me daba confianza. No estaba todo perdido.

Cuando escuché que la puerta del ascensor se cerraba, caminé hacia la puerta y me quedé ahí parado, casi sin respirar. Sonó el timbre. Abrí. Era ella. No la veía hacía semanas. Quizás mucho más. Tenía los ojos delineados con pintura azul, la boca roja, las mejillas rosas. Pero no pude mirarle las piernas.

-Ay, Dios. Qué flaco estás.

Traté de mirarme. Era imposible. No podía aseverar que estuviera más flaco. Pero debía estar más flaco.

-Vos tampoco estás mal.

-No seas tonto. Dejame pasar. A ver, ¿dónde pongo la cartera?

Hice un gesto vago. La dejó sobre la cama. Entre dos libros: Uno de Rubem Fonseca, el otro de Rubén Darío. ¿Casualidad? No lo creo.

Se sentó junto a la cartera. Cruzó las piernas. Me miró con una media sonrisa. Yo también sonreí. Mi sonrisa, sin embargo, era bastante menos agraciada.

-Quiero empezar a venir más seguido –dijo, ya con una taza de té en la mano, mirando las hojas de mi futura novela, unas hojas llenas de tinta hasta en los márgenes-. Es como tu santuario. Me gustan los santuarios. De chiquita una vez le compraron una casita a mi perra. ¿Sabés qué hacía yo? Todo el día me lo pasaba en la casita. Era mi santuario.

Su voz era armónica. La miré. Traté de tomar confianza. De entender a qué se refería. Yo no quería. No quería tener que hablarle, fingir una sonrisa, esperar hasta que me dijese si Antonella seguía viva, si el amigo de su padre (Raúl Guinea) me había conseguido ese trabajo. ¿Cuánta plata me quedaba? No sabía. No era mucha. La situación comenzó a oprimirme el pecho. Traté de sonreír.

Laura seguía de piernas cruzadas sobre la cama.