jueves, 19 de junio de 2008

Una visita inesperada

Era muy temprano cuando sonó el timbre. Me había sobresaltado tanto que no tuve ni siquiera tiempo de bostezar. Agarré el auricular y pregunté quién era. Mi voz debía sonar como la de un hombre al borde del suicidio. O todavía peor.

-Laura –respondió; pero antes de que tuviera tiempo de pensar si conocía a alguna Laura, ella volvió a hablar-. La amiga de Antonella.

-¿Antonella?

-Sí.

Estuve un rato con el auricular en la mano tratando de poner el cerebro a funcionar. No había caso.

-No conozco a ninguna Antonella –dije.

-Perdón. Me confundí de piso.

Al instante me di cuenta de mi error. Y cuando volvió a sonar el timbre traté de fingir una voz distinta. No sé si tuve éxito.

-Me abren –dijo.

El tiempo me alcanzó para ir al baño, echarme un poco de agua en la cara, peinarme. Miré mi pijama: era de un beige sofisticado (le había pertenecido a mi tío en algún momento) y me quedaba bastante bien. Iba a mantener el pijama. Al rato sonó el timbre. Salí del baño y abrí la puerta. Laura se veía hermosa.

-Estaba yendo al trabajo –dijo como si eso explicase todo. La miré un rato. La miré mientras me saludaba con un beso en la mejilla, la miré mientras entraba al departamento. La miré mientras se sentaba en la cama deshecha, mientras cruzaba las piernas. Sin quererlo se me vino a la cabeza la imagen del cajón lleno de preservativos. Es un mal vicio que tenemos todos los hombres.

-Me acordaba el piso y me dije: bueno, qué carajo, vengo y se lo digo. ¿O no está saliendo con mi mejor amiga?

La puerta había quedado abierta. Así que estiré un poco el brazo y la empujé. La miré una vez más como si quisiera darle realidad a algo que parecía ser un sueño. Estaba despierto, eso era seguro. Me había levantado con el ruido del timbre y un minuto más tarde había entrado la amiga de la motociclista, la misma persona que había venido a mi casa dos días atrás. Había entrado con una pollera de oficinista, un pequeño saco azul y una camisa a tono. Una bufanda amarilla y los labios pintados. Todo eso era verdad, podía jurarlo. Pero nada tenía sentido.

-Si ves un poco de desorden. Bueno. Pasa que. Yo. Bueno. No esperaba –me quedé sin saber qué decir. Nunca fui muy bueno hablando con mujeres, y mucho menos con las que entran a tu casa en plena mañana, cuando ni siquiera tomaste una taza de café.

-No me molesta –dijo levantándose y acercándose al escritorio; las hojas sueltas le llamaron la atención- Incluso le da un toque. Algo particular. ¿Qué son estas hojas?

-Son las primeras páginas de mi novela –dije.

-Ah. Qué bien.

-Está muy bien –respondí.

Los siguientes minutos fueron un tanto confusos. Me preparé un café, le ofrecí algo, unas galletitas o alguna bebida. Rechazó la invitación y se quedó quieta, tal vez esperando que yo reaccionara de otra manera. Mis reacciones suelen sorprender a la gente. Y Laura se sorprendió.

Estaba comenzando a tomar el café cuando me dijo:

-Es por Antonella que vine.

Asentí con la cabeza.

-Ella seguro no te contó. Los abuelos, ayer. No, no. La semana pasada. No creo que te haya contado. Ella es así, ¿viste? Un poco tonta. Los abuelos se mataron hace una semana.

Había venido para avisarme que tal vez Antonella podía estar actuando de forma extraña. Fue un pequeño discurso, pero la idea era esta: que la entendiera, que estuviera amable. Incluso más: que tratara de apoyarla.

-Ella te quiere mucho –dijo mientras cerraba y abría lentamente los ojos, permitiéndome admirar unas largas y negras pestañas en un movimiento capaz de despertar pasiones.

-Gracias. Eso explica algunas cosas.

Laura golpeó con su tacón varias veces el suelo. Tomé un poco más de café.

-Bueno –dijo mirando su pequeñísimo reloj de pulsera-. Se me hizo la hora. Algún día, si querés. Yo trabajo cerca.

Le agradecí. Intercambiamos números de teléfono. Me dio un beso en la mejilla y se fue. Salió de mi departamento tan rápido que cuando traté de darme cuenta ya estaba bajando por el ascensor. No creía que hubiera inconvenientes. El portero le iba a abrir. Ningún portero podría llegar a desconfiar de una mujer vestida de esa manera.

Dejé el café sobre la mesa, miré la hora. Eran casi las nueve. La luz del sol entraba por la ventana iluminando todo el cuarto. Me acosté en la cama, me tapé la cabeza con la frazada y al poco rato volvía a estar durmiendo.

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