sábado, 24 de mayo de 2008

Saliendo del invernadero

Estoy comiendo poco. Casi no escribo. A la facultad estoy yendo por inercia. Ayer, sin ir más lejos, no tenía ningún motivo para salir de casa. Al menos cuando me levanté. Sólo encendí un cigarrillo y me quedé mirando la ventana y los autos y pensé que podría estirar esa actividad durante todo el día. Eso hasta que recibí el llamado.

Me puse una campera blanca, liviana, un suéter gris y, como detalle final pero no menos importante, una camisa azul –una camisa arrugada, manchada en el torso, pero que cumplía bien con su función: mostrar unas aletas azules por encima del suéter. Me miré al espejo, traté de sonreír. No aparentaba ser un hombre de negocios, pero daba el talle de tipo sobrio y con buen aliento. Justo lo que necesitaba.

Y salí del invernadero.

Caminé por Corrientes derecho y me sorprendió, una vez más, mi falta de tacto para oler el clima. Imaginé que si ponía un huevo sobre el asfalto no iba a tardar mucho en cocerse. Doblé al llegar a Pasteur. Y me demoré un poco, suelo ser bastante malo encontrando direcciones. Si el edificio está en la vereda par, yo siempre estoy en la impar. Pero esta vez tuve suerte. Esa puerta vieja, marrón, correspondía exactamente con el número que tenía anotado en el papel. Iba a tocar el timbre, pero la puerta, apenas la rocé, no ofreció ninguna resistencia.

Avancé por un pasillo largo y con paredes resquebrajadas por una humedad violenta. Era una sensación de estar adentro de una maceta vieja y seca. Al llegar al final del pasillo, me encontré en un pequeño cuarto cubierto de libros. Y la imagen se cristalizó: el olor a tierra era admirable. Años y años de postergar la limpieza. Un hombre estaba sentado detrás del escritorio. Lo había visto una única vez, hacía ya seis meses. Y por fin me había llamado.

-Sentate –me dijo, mientras se ajustaba los anteojos.

La otra vez también lo había visto atrincherado detrás de ese cúmulo de libros y papeles de todos colores. O mejor dicho: de todos los matices posibles del color gris.

Me senté en una silla que había sufrido el paso de los años. Del otro lado de la trinchera, el hombre me daba tiempo. A los hombres que se consideran importantes siempre les gusta darte tiempo. Te acomodás, tosés un poco, y luego comienzan:

-No me disgustó lo que leí –esas fueron sus primeras palabras; sus primeras palabras después de varios meses de retener esas treinta páginas. No me disgustó lo que leí-. Pero el mercado, quizás ya lo sabés, está bastante saturado.

Pareció reflexionar un poco, y se llevó una mano a la nuca. Me ofreció un vaso de agua (creo que lo sacó de abajo del escritorio) y lo rechacé cortésmente.

-Si tengo que serte sincero, Pablo, ni siquiera hay mercado. La poesía no vende. A nadie le importa la poesía. Salvo, quizás, a algunos filántropos sueltos. ¿Soy claro?

Era claro. Se había tomado seis meses para leer treinta páginas de poesía y ahora me decía que no había mercado. Claro como el agua.

-Si en algún momento producís otra cosa –dijo mientras me estiraba la carpeta; las hojas, pude notarlo, habían tomado un saludable color amarillento-, podés traerlo. Te voy a dar un dato. Novelas históricas. Eso vende, ¿me entendés?

Me levanté de la silla, lo miré una vez más. La carpeta estaba apoyada en mi pecho y la tenía agarrada con mucha fuerza.

-Novelas históricas. No cualquiera te daría un dato tan bueno.

Se sacó los anteojos y me tendió la mano. Le ofrecí un tanto asqueado la mía. Después volví a meterme en esa maceta larga y vieja hasta que llegué a la calle. Cuando vi el primer tacho de basura, me despedí del único proyecto serio que había tenido en mi vida.

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