viernes, 18 de julio de 2008

Un río sonámbulo

Podría olvidarme de esta semana. Podría recostarme en la cama, tratar de cerrar los ojos (tratar de callar el insoportable ruido que me trae la ventana) y dejar que fluya: el olvido como si se tratase de un río suave, casi aletargado, o aún más: un río sonámbulo. Quisiera olvidar, quisiera (incluso) no haber empezado jamás a escribir esa dichosa novela. Pero no puedo.

No puedo olvidar que hace tres días recibí un mensaje de texto. “Estoy por el centro, ¿tenés un tiempito?”, y no era la motociclista. Era un mensaje de Laura. Y me imaginaba sus labios con rouge, con su bufanda de ese amarillo opaco (aunque no por eso menos agresiva), hablándome, susurrándome las palabras al oído: ¿tenés un tiempito? Sí, era casi como escucharlo, como tenerla frente a mí, tal como la había tenido unos días atrás. ¿Pero qué era lo que me pasaba? ¿Serían los días de encierro escribiendo y reescribiendo el primer capítulo sin casi detenerme ni para comer?

No sabía lo que me ocurría y no quería arriesgarme. Le mandé un mensaje diciendo: “Estoy trabajando más de lo que me gustaría, lo dejamos para otro día”. Y no estaba mintiendo.

Ese mismo día, un poco más tarde, en esa hora en que los rayos del sol apenas si se animan a atravesar mi ventana, dejando un exangüe tono anaranjado sobre mis papeles, en esa hora, decía, recibí un llamado. Me levanté de la silla y caminé hacia el montón de libros. El celular estaba sobre el libro de tapa roja de Patricia Highsmith: El grito de la lechuza.

Su voz no me sorprendió; no nos veíamos desde hacía una semana, y fingí (o traté de fingir) algo de naturalidad.

-Ya no me respondés los mensajes –dijo.

-No es que no los responda.

-Bueno, podrías empezar a responderlos. Hace cuánto que no te veo.

Levanté el libro de tapa roja con la mano derecha. El grito de la lechuza, leí, y creo que miré el título (sus letras verdes y brillantes) al menos cinco veces más.

-Hola, ¿te pasa algo?

Las letras verdes y brillantes eran como un imán.

-Espero que no –dije.

-¿Cómo que espero que no?

Tiré el libro sobre la cama, me llevé la mano al pelo; no dejé de suspirar. La motociclista no podía verme, pero podía sentir cómo seguía cada uno de mis movimientos. Como si estuviera ahí, exactamente ahí, sentada en la cama, mirándome.

-Quiero ir para allá. Yo tampoco estoy bien –su voz, de pronto, estaba suave como un jugo de naranja.

-Hoy no, perdoná. Hoy no me siento con ganas.

-Dale, un ratito nada más.

Volví a mirar el escritorio: llegué a alcanzar a leer, en letras negras y grandes: Capítulo primero.

-No puedo –repetí-. Hoy no.

-Pablo –la motociclista había estirado cada una de las vocales de mi nombre, y su voz sonaba débil, fatigada, como un piano al que apenas se le presionan las teclas.

-Perdoná –dije antes de cortar la llamada.

¿Perdoná, dije? ¿Dije perdoná y corté la llamada?

Hoy recibí un llamado de Laura. Su voz era pura angustia, incluso temblaba. ¿Al hospital? No entiendo, cómo que… Ah… Bueno, ¿dónde queda? Gracias, sí. Salgo en un ratito.

Pero todavía seguía en la cama, con los ojos cerrados, viendo cómo todo me daba vueltas y más vueltas. Una marea lenta, casi dormida, me hacía olvidar. Me obligaba a mantenerme quieto, me obligaba a bajar la persiana, a taparme. A apoyar la cabeza en la almohada. ¿Dónde queda? Gracias, sí. Salgo en un ratito.

Pero al ratito estaba durmiendo.

2 comentarios:

Vera Fog dijo...

Qué bueno eso de "su voz, de pronto, estaba suave como un jugo de naranja". Muy ilustrativo.

Bueno, entonces, la "triple colgada". Sea cada uno haciéndose el boludo o una mina que es zarpada en cuelgue, pero muy.
La cosa es, creo, que en vez de irnos un miércoles, nos vamos un jueves.

(todo esto porque ayer no tenía más crédito y porque estábamos en la puerta y no había más lugar)


Besos besos.

Ju

Blanca Miosi dijo...

Buen título para un buen cuento, Gowe, has descrito con gran sensibilidad a un escritor en el momento en el que no le importa nada más que seguir en lo suyo. No come, no duerme, crea, crea, porque más tarde es nunca. La motociclista que espere, pero el escritor se convierte en un ser egoísta, alguien que sólo piensa en sí mismo, y no es que no desee a Laura, él la desea, pero la inercia lo lleva por los recovecos de las letras. Se entretiene en el camino, Patricia Higsmith lo envuelve con sus luces verdes, el primer capítulo de un título: El grito de la Lechuza, que inexplicablemente él siente como parte de su noche. La voz necesitada de compañía de Laura no le hace mella, él a lo suyo.
Una segunda llamada, esta vez de auxilio, y él reacciona, pero el cansancio puede más que la ¿amistad? se sumerge en su sueño profundo, no puede contra esa marea, y ella, ¿un suicidio? ¿un aborto? un accidente, quizás, pero él no lo sabe. Tal vez no lo sepa jamás.

Un placer leerte,
Blanca Miosi