viernes, 17 de octubre de 2008

Una luz inesperada

Querer morir es una de las sensaciones más normales, me dijo mirándome a los ojos. Me di vuelta en la cama; la pared era grisácea, y desde que me instalara allí, sus grietas me habían fascinado. Esas grietas parecían decir: el tiempo pasa, y no sólo nos pasa a nosotras. Pero cuando me di vuelta y vi esa grieta serpentosa, ese dibujo incompleto que tenía la pared, creí entender de qué me hablaba el doctor. De la misma forma en que la sensación de muerte es normal, también es horrorosa y tétrica y todos los adjetivos que logren sobrecogerte y hacerte vomitar en un balde verde junto a la cama.

Eso había sido lo primero que hiciera el doctor, había limpiado el balde y abierto las ventanas. Uf, había dicho, esto es terrible.

¿Pero cómo reaccionar cuando un hombre –o aún menos que un hombre: un estudiante, un niño, un niño que vive solo y trata de escribir y trata de ganarse la vida y tiene las mejillas blancas de tanta fiebre, las piernas débiles de tanta fiebre, la boca seca de tanta fiebre- se te acerca en la calle y te pregunta si sos un médico? ¿Cómo reaccionar cuando te dice que está desesperado, que piensa que está por morirse, y que por favor?

Durante una larga semana (quizás la más larga de mi vida), estuve acostado en la cama, tomando infusiones, vomitando, tratando de comer pan. Pan duro, pan de muchos días. Un poco de sopa. Lo poco que había en la casa. Empanadas. La fiebre, aunque no tenía termómetro, aunque no hubiera forma posible de medirla salvo por mi sensación desesperada de agotamiento y abandono, era de cuarenta grados. Al menos cuarenta grados. Una noche, mientras trataba de dormir, escuché una voz que salía de una grieta de la pared: Para qué.

Eso fue todo lo que dijo, nada más que eso. Y ni siquiera me animo a escribirlo con signos de pregunta.

Pero esa mañana logré salir a la calle, logré estirar las piernas y ver el sol tan de cerca, golpeándome con una furia fría, con una densidad provocada, como si mi cuerpo fuera intangible, como si esos rayos luminosos quisieran atravesarlo y en su impotencia, al menos, decidieran arrojarme una espantosa luz helada. Helada como el invierno que se aleja y deja paso a una primavera insegura, apenas palpitante. Y esa bata blanca apareció de la nada. Parecía que el sol hubiera cedido, quizás por lástima, quizás por indiferencia, y hubiera alumbrado a ese hombre como un designio. La voluntad de vida que me quedaba podía definirse en esa caminata desesperada, en ese andar flojo y casi sin rumbo. La fiebre todavía arrasaba con mis energías.

Durante una semana, el doctor estuvo viniendo todos los días. Me tomaba la temperatura, me suministraba unas pastillas, incluso se animaba a charlar un poco sobre literatura. McCullers, no, no la conozco. ¿Faulker? ¿Stefan Zweig? Hemingway, ese sí. Pero el doctor era muy complaciente, y no le molestaban mis gritos de dolor o mi fatiga constante.

(Muy posiblemente se enojaría si supiera que hablo de él como el doctor. Se quejaría y me diría que lo llame Patricio, que su nombre es Patricio, y que doctor no es más que una profesión. No un nombre propio. Pero él no sabe lo que escribo; aunque alguna vez, mientras fumaba sus cigarrillos exhalando el humo por la ventana, me haya visto acercarme a mis papeles, tomar una birome y comenzar a escribir. )

El doctor fue el que me hizo la observación sobre el celular. Quizás, dijo señalándolo con el dedo, en este tiempo hayas recibido alguna llamada. Quizás, respondí. Y me lo quedé mirando como si me quemara, como si su música infernal -todos los celulares tienen músicas infernales- pudiera resonar por el aire de un momento a otro. Invadirme, agraviarme. Antonella debió haber llamado centenares de veces. Se debió haber agotado de marcar y marcar. Tal vez, incluso, ya se haya suicidado. O tal vez haya venido y tocado el timbre y se haya marchado, angustiada, marchita, pensando que yo la dejé para siempre. Para el más siempre de todos los siempres.

Al ver el celular tuve muchos pensamientos. Pensé mil cosas y pensé mil mentiras.

-No voy a cargarlo –le dije a Patricio-. Por el momento no voy a cargarlo.

Después me tiré en la cama y traté de dormir un poco. Ya casi no tenía fiebre. La luz del mundo (si se me permite una metáfora tan vulgar) volvía a recibirme.

4 comentarios:

Aldo Bombardiere Castro dijo...

El relato se mueve al son del eterno retorno, al ritmo de una fatalidad circular.

1)Esa grieta de la pared, ese dibujo inconclusamente kafkiano es la perfecta metáfora de un sentido absorbido, tragado por el tiempo.

2)En contraste, los rayos del sol primaveral, en un comienzo impenetrables, a medida que calientan van representando la seducción del mundo, un tibio volverse a encantar con la vida, una lacónica despedida de la enfermedad.

1+2=1+2)Lo irónico es que la verdadera enfermedad no es curada por el médico. El médico es a la enfermedad del cuerpo lo que el escritor a la locura: la podemos conjurar por unos momentos, domesticarla (como la ciencia), sublimarla(como los chamanes), embellecerla(como los escritores), pero siempre se nos termina escapando...En cambio, la salud, la realidad, la felicidad son un paréntesis aburrido en la obra de todo artista. Creemos escribir para ser felices, cuando en realidad lo hacemos porque es un imperativo: tal cual como tu personaje, escribimos porque más que un deber es una necesidad...Escapar de la locura que tanto amamos para descansar un poco, antes de caer de nuevo en ella. (Recordando tus palabras: tenemos derecho a pegarnos esa abominable nariz de payaso por cinco minutos, no?)

Saludos, señor del Pueblo Elegido!!

Aldo Bombardiere Castro.

P.S: Oye, hace tiempo que no te veo en ICC. No me defraudes: dime que sigues siendo otro compañero de vicio!

Pablo Gowezniansky dijo...

Como siempre, Aldo, encuentro un gran placer al ver todo lo que podés hacer con tu retórica. Podés, incluso, atribuirle un sentido (o al menos, para ser justos, una suerte de sentido) a estas palabras desordenadas y arbitrarias.

Podés atribuirle un sentido y lograr convencerme de tu sentido. No sé si puedo decir mucho más que eso; pero eso ya es muchísimo.

Respondo la posdata: el vicio está relajado, siendo, de a poco, reemplazado por otros vicios más sanos. Pero viniendo al caso, y considerando que hace poco volví a plantar pie en ICC, me vendría bien saber cuál es tu nombre en clave (o como quien dice, tu nick), porque ya pasó tanto tiempo, y mi mente es tan frágil, que me lo olvidé.

Anduve preguntando a unos pobres gorriones del 71, pero nadie afirmó conocer a un Aldo Bombardiere. Me pregunto si no serás un producto de mi imaginación.

Blanca Miosi dijo...

Pablo, tu relato tiene un aire de fatalidad que contagia. Escrito con las vísceras, describe a un joven que se siente solo, que relata sus sentimientos y su autocompasión, para finalmente comprender que para qué. Así, sin acento, sólo una pregunta a sí mismo, que sale de la grieta de la pared, de donde salen todas las respuestas.
La sensación de muerte es más normal de lo que se piensa, piensa. Y al tirarse en la cama y tratar de dormir un poco, se da cuenta que ya no tiene fiebre. La luz del mundo vuelve a recibirlo, ¿dónde? la rueda de la vida no se detiene, tal vez la próxima tenga más suerte.

Un saludo,
Blanca

Pablo Gowezniansky dijo...

Blanca, amiga, me entusiasma mucho lo que escribís. Es muy dulce leer comentarios como los tuyos.

Si tuviera que adivinar, diría que sos de esas mujeres que se ríen con facilidad y que tratan de encontrarle el lado bueno al mundo.