viernes, 12 de diciembre de 2008
Un mundo de fantasía (adelantándose a Lyon)
-Era para saber si ya sabías algo.
-No sé. No llamó. ¿Qué esperás? ¿Cuántas veces más tenés pensado llamarme?
-Pero quizás había llamado. O había mandado un mail.
-No llamó ni mandó un mail. ¿No me dejaste tu teléfono?
-Sí.
-¿No me dejaste tu mail?
-Sí.
-Cuando sepa algo te aviso –dijo, y cortó.
Me quedé mirando la ventana durante varios minutos. Los autos eran tan insípidos como siempre, la luz del sol recortándose y alargando sombras, los chillidos incomprensibles de la gente. Durante varios minutos no hice más que eso, mirar la ventana y vaciar la cabeza. Tenía un pasaje para Lyon y apenas sabía hablar francés. Estaba buscando a una chica que apenas conocía, pero que conocía lo suficientemente bien como para saber que valía la pena buscarla. Estaba mirando la ventana cuando decidí que ya la había mirado el tiempo suficiente. Me puse una remera, unos pantalones y salí.
Caminé por unas callecitas interiores y agarré Rivadavia. El aire era denso y unas finas gotas de sudor me recorrían el cuello. También me recorrían la axila, el torso y las piernas. No era el mejor día para caminar por la calle. Pero así y todo seguí caminando; sólo me detuve a comprar una pequeña botella de cerveza. Era el poco suelto que me quedaba y me pareció que una botella de cerveza estaría bien. Y más si las gotas de sudor helado se pegaban al vidrio tal como lo estaban haciendo. Tal como se ve en las propagandas. A los dos tragos ya sentía un poco de fresco en el cuerpo. Al tercero ya me la había terminado.
No tardé mucho en llegar a un edificio grande y moderno. No sabía si tocar el timbre o llamarlo por celular. Lo pensé durante varios segundos. Debía vivir solo. Si alguien vive solo no tiene sentido avisarle por celular. Salvo en el caso de que el timbre no funcione, pero no había ningún motivo para que eso fuera a pasar. Toqué el timbre y al poco rato recibí esa voz pausada y grave. Era la misma voz pausada y grave que tienen todos los médicos. Una voz capaz de calmarte enseguida. Y yo necesitaba calmarme.
Bajó usando una bata y dos pantuflas tan grandes y peludas que un niño podría dormir con ellas y sentirse seguro. Me dio un abrazo fuerte y un beso en la mejilla bastante sonoro. Recibí unas palabras delicadas; y si les hubiera asestado un martillazo probablemente se hubieran roto y sus pedacitos habrían golpeado el suelo y creado pedacitos aún más pequeños. Lo miré y le dije que en unos días viajaba para Francia, y le dije que quizás ya no iba a volver, y que me sentía como si estuviera bajo una lluvia demasiado constante. Me dijo que por favor subiéramos. Le dije que sí y lo seguí por un pasillo largo. Sus pasos eran suaves y pausados como su voz.
Entrar en su departamento era como entrar en un mundo de fantasía. Las paredes tenían un confortante color rosa y las mesas y las sillas tenían un color rojo que hacía recordar el rojo fuerte del rouge que usan algunas mujeres demasiado desesperadas. Sonreí y me pareció que jamás me había sentido tan cómodo. Caminé unos pasos por el living y me senté en un sillón. El aroma era el aroma de las flores. El médico me sonrió y yo le sonreí. Por la ventana se filtraba una luz espectral. La tarde parecía no acabarse nunca.
-¿Querés sentarte un poco más acá? Ese sillón es especial.
-Claro.
-No es por vos, por favor. La historia es muy larga. Pero mirá este sillón.
Me señalaba con un dedo un sillón de cuero teñido de fucsia.
-¿No es el más hermoso que viste nunca?
-Es muy lindo –dije, y me levanté y me fui a sentar al sillón más hermoso que hubiera visto nunca.
-Colecciono sillones –dijo.
Apoyé la espalda sobre el apoyabrazos mientras trataba de entender esa frase.
-Tengo una colección enorme.
-Claro.
-Antes coleccionaba chapitas. Pero era muy chiquito. Todavía no sabía que quería ser médico. Ahora son los sillones.
-Claro.
-Pero sentite cómodo y hablame.
-No sé. No estoy seguro.
-Por favor.
-¿De Francia?
-¿En serio te vas a Francia?
Me recliné un poco más y la cabeza se fue acomodando al apoyabrazos. El sillón tenía aroma de flores.
-Tengo pasaje para Lyon.
-L-a-i-o-n –dijo pronunciando cada letra con énfasis y un esforzado acento francés.
-¿Cuándo te vas?
-Dentro de dos días.
-Carajo. Dos días.
-Estoy loco, no sé por qué lo hago. Estoy desesperado. Esta noche no dormí nada. Pero yo sé por qué lo hago.
Mientras hablábamos, el médico caminaba de un lado a otro del departamento.
Sacó de un cajón un táper azul oscuro y de ese táper sacó un polvo fino y blanco.
-Seguime hablando –dijo sin dejar de manipular el polvo-. Seguime hablando.
Acomodé la cabeza un poco más y comencé a cerrar los ojos. El aroma era muy intenso y los ojos estaban muy pesados. Antes de olvidarme del mundo entero, escuché una nariz resoplando y resoplando.
lunes, 1 de diciembre de 2008
Un viaje anunciado
(Y ahora sí, disculpen el uso del presente, pero vale la pena.) Es un segundo piso sobre la Avenida Santa Fe. Hay un portero que sabe chiflar cuando mira una mujer muy agraciada, y también sabe chiflar cuando mira mujeres cojas, con mucha panza y sin dientes delanteros. Sabe saludarme y sonreír como lo hacía hace quince años. Sabe darme la mano y preguntarme si miré el último partido de Boca, y si acaso no me parece que Riquelme juega cada día mejor. Esta vez no espera en la puerta. Pueden haberlo despedido. Puede que no. Pero lo seguro es esto: mejor que no esté. No soy capaz de soportar su presencia. Y hace al menos un año que no piso el edificio.
¿Tengo la llave del departamento? La tengo. Pero prefiero tocar el timbre, esperar. Eso hago: toco el timbre, espero. (La voz de una señora rancia, demasiado avejentada.)
-Soy Pablo –digo.
Y a la siguiente pregunta contesto.
-Sí, Pablo –y continúo-. Es algo muy importante.
Y amerita un insulto: Mierda, sí, es demasiado importante. Si mi vida es importante, esto es importante.
La espera se me torna imposiblemente larga. Prendo un cigarrillo y me quedo mirando el brillo dorado del marco de la puerta. Lo estuve pensando durante varios días, traté de contactarme con Antonella de cualquier forma. Nadie me supo decir dónde estaba. Su tía, sin embargo, me dio unos datos: en algún lado de Lyon, sí, una linda ciudad de Francia, pero no sabía dónde. La carta de Antonella fue tanto más misteriosa. A eso se debe que esté acá, pisando este edificio tras un año muy largo. Ni un buenos días por teléfono en un año, si es que entienden a qué me refiero.
Cuando la veo caminar por el pasillo, siento (perdonen la vulgaridad de la frase) que el alma se me cae a los pies. Pareciera que hubieran transcurrido al menos diez años. Arrojo el cigarrillo y me cruzo de brazos. Pero no voy a describirla, no tengo fuerzas suficientes. Se me acerca con pasos lentos, y es un vestido amarillo con puntos rojos los que se ganan mi atención. Cuando abre la puerta, en su cara sólo veo fantasmas. No es capaz de regalarme una sonrisa. Yo tampoco.
Sería injusto para el lector omitir el detalle de que esa señora con la que estoy subiendo por el ascensor, esa señora con la que apenas cruzo un saludo, a la que a duras penas puedo mirar sin sentir verdadero asco, es mi madre. Sería algo poco noble, y si hay algo que no soy, eso es ser poco noble. El departamento, como podrán imaginarse, está exactamente igual que hace un año. Desde las sillas con los cojines rojos, hasta los estrafalarios objetos que mi madre, tiempo atrás, se trajo de sus viajes por todo el mundo. Las lámparas; los libros limpios y olvidados descansando en la enorme biblioteca. Cada cosa en su lugar. El detalle es enfermizo.
Tengo que hablar y hablo. Le digo en lo que serían cinco o seis párrafos lo que ocurrió en mi vida durante este tiempo. Cinco o seis párrafos llenos de silencios, de miradas al piso, de esperar una confianza que nunca llegó. Varias toses que mi madre no escucha. Porque mi madre apenas me mira. Porque no quiere creer que alguna vez tuvo un hijo. Porque un día crecí y tomé decisiones angustiantes. (Y si no quiero hablar del tema, y si quiero omitir toda esta escena triste y tremendamente incómoda, espero que puedan entenderme.)
Eso sí. Salí del edificio con un cheque de muchos dólares.
Ahora tenía que ir a la aerolínea. Sacar un pasaje a Lyon y esperar que ella algún día pudiese aceptarlo. Las cosas cambian. Las sorpresas no se acaban nunca.
jueves, 27 de noviembre de 2008
El sobre
Pero ahí estaba, hablándome una vez más.
-¿Cómo hacés para vivir en este lugar? –dijo, pero en verdad no estaba diciendo eso. Estaba sonriendo y difuminando, como si de una hechicera se tratara, sombras rápidas para todos lados. Una muy interesante estaba justo debajo de su hoyuelo izquierdo.
-Yo sé cómo hago para vivir en este lugar. Lo que no sé es cómo hacía para vivir antes –disimulé una sonrisa misteriosa (más que misteriosa, melancólica, deprimente)-. Y si tengo que volver... Estuve enfermo. Perdí el trabajo. Ahora esto es un lujo.
-Un lujo –repitió por lo bajo, como si no quisiera que yo la escuchara.
-Un lujo. Sí, señora. Un lujo de mierda, pero es un lujo.
Caminé de la cama hasta la cocina. Apoyé una mano en el marco y apoyé todo mi cuerpo sobre esa mano. La mano resistía bien.
-Decime algo. Decime alguna buena noticia. ¿Cómo está Antonella?
Tengo que hacer un breve paréntesis (me tomo la libertad de no poner el paréntesis entre paréntesis): hasta el momento, Laura parecía muy dueña de sí misma: sentada en la cama, parándose de la cama, mirando por la ventana el fluir de los autos, mirando algunos libros, algunos papeles sueltos que aparecían en los lugares más recónditos de mi pequeña, triste pero apacible habitación. Mi pregunta, sin embargo, logró cambiarle la cara.
-Antonella se fue.
Las mujeres a veces son demasiado literarias: Laura dijo eso y largó un suspiro, un suspiro vacío y prolongado. Su mirada se perdió en algún punto de la pared. Y después, lentamente, se perdió en algún lugar de mi cara. Sin mucha seguridad, diría que se perdió en mi oreja izquierda. La menos agraciada de mis orejas.
Me tocaba hablar y preguntar. Y hablé y pregunté.
-¿A dónde se fue?
Las uñas de Laura estaban muy movedizas. Unas se enterraban en la piel de una mano y después las otras se enterraban en la piel de la otra mano.
-Hablemos de algo lindo –dijo.
-Hablemos de algo lindo –dije con una sonrisa-. Pero primero hablemos de esto.
Si antes tenía las piernas cruzadas, las descruzó. Y si las tenías descruzadas, las cruzó (muy posiblemente con un movimiento rápido, al vuelo, como quien intenta sacarse una curita con el menor sufrimiento posible). No recuerdo bien sus movimientos. Pero sé que se movió.
-Se fue a París.
Voy a pasar por alto mi reacción en ese momento. Sólo digamos, a modo de ayuda visual, que mi mano tuvo que trabajar el doble de lo que trabajaba antes.
-¿A París?
-Se fue a la mierda con una mina.
-¿Se fue a París?
-Me dijo que te lo dijera. Me dijo que no contestabas el puto teléfono. Me dijo que no sé. Me dijo tantas cosas.
Laura sacó de su cartera un sobre. Sus ojos brillaban y el brillo no era bueno; nada que brille en un ojo puede ser bueno. En el sobre estaba mi nombre y el nombre de Antonella. En el sobre había tinta azul y una letra epiléptica. En el sobre (en ese momento lo supuse, pero jamás hubiera dicho en qué forma) estaba mi destino. Mi indescifrable y promisorio destino.
Todo eso en un sobre.
lunes, 17 de noviembre de 2008
Santuario
Me preparé: arrojé desodorante de ambiente por todo el cuarto, por la cocina, por el baño. Arrojé mucho. Apretaba el botón y no soltaba, y la fragancia volaba y volaba y reposaba en cada hoja, en cada libro, en cada silla. ¿No será demasiado?, me acuerdo que pensé. Y sí: era demasiado. Y era tarde. Me peiné rápido. Me puse el pantalón. Una remera. Pero ya no había tiempo para arreglarme. El timbre repiqueteaba una, dos, tres veces. Las mujeres son insistentes.
-¿Quién es?
-¿Quién va a ser?
-¿Anto? –dije, pero sabía que no era Antonella. Antonella no me había llamado, no me había mandado un mensaje: Antonella no había dado muestras vida (si es que seguía con vida).
-No, no. –se rió, pero no me animaría a decir si era una risa nerviosa o coqueta, o tal vez lastimera, compasiva-. Soy Lau.
Era Laura. Ya sabía que era Laura. A veces los hombres hacemos mímica con las mujeres. Siempre nos sale mal.
-Me abren –dijo antes de que la voz se diluyera en una corriente de angustia, de preguntas que para mí no tenían respuesta. ¿Y acaso yo era otra cosa que un tipo desempleado, un artista, si se quiere, un tipo con ganas de escribir, de sacar un proyecto personal (por ende, egoísta) adelante? Yo no era más, acaso, que eso, un desempleado egoísta y sin nadie con quien hablar. Algo me daba confianza. No estaba todo perdido.
Cuando escuché que la puerta del ascensor se cerraba, caminé hacia la puerta y me quedé ahí parado, casi sin respirar. Sonó el timbre. Abrí. Era ella. No la veía hacía semanas. Quizás mucho más. Tenía los ojos delineados con pintura azul, la boca roja, las mejillas rosas. Pero no pude mirarle las piernas.
-Ay, Dios. Qué flaco estás.
Traté de mirarme. Era imposible. No podía aseverar que estuviera más flaco. Pero debía estar más flaco.
-Vos tampoco estás mal.
-No seas tonto. Dejame pasar. A ver, ¿dónde pongo la cartera?
Hice un gesto vago. La dejó sobre la cama. Entre dos libros: Uno de Rubem Fonseca, el otro de Rubén Darío. ¿Casualidad? No lo creo.
Se sentó junto a la cartera. Cruzó las piernas. Me miró con una media sonrisa. Yo también sonreí. Mi sonrisa, sin embargo, era bastante menos agraciada.
-Quiero empezar a venir más seguido –dijo, ya con una taza de té en la mano, mirando las hojas de mi futura novela, unas hojas llenas de tinta hasta en los márgenes-. Es como tu santuario. Me gustan los santuarios. De chiquita una vez le compraron una casita a mi perra. ¿Sabés qué hacía yo? Todo el día me lo pasaba en la casita. Era mi santuario.
Su voz era armónica. La miré. Traté de tomar confianza. De entender a qué se refería. Yo no quería. No quería tener que hablarle, fingir una sonrisa, esperar hasta que me dijese si Antonella seguía viva, si el amigo de su padre (Raúl Guinea) me había conseguido ese trabajo. ¿Cuánta plata me quedaba? No sabía. No era mucha. La situación comenzó a oprimirme el pecho. Traté de sonreír.
Laura seguía de piernas cruzadas sobre la cama.
domingo, 26 de octubre de 2008
Desorientado
-No sé me ocurre qué decirte.
-Lo que sea –dijo largando por la boca una burbuja de humo-. No me jodas, ¿cómo llegaste hasta acá?
-Me fui de la casa de mis viejos.
-¿Y por qué te fuiste de la casa de tus viejos?
-Porque quería vivir solo.
-Bueno, algo es algo. Por lo menos ahora sé que naciste de algún lado.
Esas eran las conversaciones que le gustaban al doctor. Él me preguntaba cosas y yo trataba de esquivar la respuesta. Y como yo esquivaba la respuesta, él seguía preguntando.
-Está bien, a mí también me gusta la independencia. Me gusta estudiar y me gusta hacer muchas cosas. Pero si tu idea de vivir solo es vivir en un monoambiente… no sé si me entendés.
-Me duele la cabeza.
-Ya casi no tenés fiebre.
-Y un poco la garganta.
A los pocos días, ya me sentía recuperado. El doctor me había dicho que podía pasarse un rato a la tarde, pero le dije que no hacía falta, que ya estaba mucho mejor. Trató de insistir. Dijo que quería asegurarse de que yo estuviera perfectamente bien. Gracias, le dije, pero ya estoy bien. Y supongo que eso lo alteró de alguna forma, porque después de eso estuvo muy callado.
El celular estaba, tal como lo había dejado, sin batería a un costado de la cama. No me había animado a cargarlo, quería esperar hasta sentirme bien. Y eso fue lo primero que hice apenas sentí que las fuerzas me volvían. Lo encendí, le enchufé el cable y escuché el pitido que indica que la cosa marcha bien, que la máquina infernal se está cargando, que ese aparato –a primera vista pequeño e inofensivo- se está preparando para volver a absorberte.
No había ningún mensaje de Antonella.
Pero había un mensaje, era la voz de mi jefe. Me preguntaba qué pasaba que no iba a trabajar. Era una buena pregunta. Miré el calendario en la computadora. Habían pasado casi dos semanas. Dos semanas sin ir al trabajo. Seguramente, pensé, ya me habían despedido.
Volví a pensar en el doctor y en Antonella, y me acordé de ese hombre, Raúl Guinea, al que le había dado unos escritos míos, un tipo que iba a orientarme, a tratar de conseguirme algún trabajo. Si le gustaba, claro. Si le gustaba la mierda que yo escribía.
Pensé que estaba desorientado, que nunca en toda mi vida me había sentido de esa manera. Encendí un cigarrillo y me senté en una silla, junto a la ventana. La misma en la que se sentaba el doctor tarde tras tarde. Miré a los autos amontonados, tratando de alcanzar la siguiente calle. Miré a las pocas personas que pasaban por ahí, a una mujer con pechos demasiado grandes. Miré a un árbol que estaba junto a la puerta de un kiosco, y me pareció que era la primera vez que veía ese árbol. Pensé que si tuviera que dibujar la calle en la que vivía, jamás podría hacerlo.
Y mentalmente agradecí que ya no me gustara escribir poesías.
viernes, 17 de octubre de 2008
Una luz inesperada
Eso había sido lo primero que hiciera el doctor, había limpiado el balde y abierto las ventanas. Uf, había dicho, esto es terrible.
¿Pero cómo reaccionar cuando un hombre –o aún menos que un hombre: un estudiante, un niño, un niño que vive solo y trata de escribir y trata de ganarse la vida y tiene las mejillas blancas de tanta fiebre, las piernas débiles de tanta fiebre, la boca seca de tanta fiebre- se te acerca en la calle y te pregunta si sos un médico? ¿Cómo reaccionar cuando te dice que está desesperado, que piensa que está por morirse, y que por favor?
Durante una larga semana (quizás la más larga de mi vida), estuve acostado en la cama, tomando infusiones, vomitando, tratando de comer pan. Pan duro, pan de muchos días. Un poco de sopa. Lo poco que había en la casa. Empanadas. La fiebre, aunque no tenía termómetro, aunque no hubiera forma posible de medirla salvo por mi sensación desesperada de agotamiento y abandono, era de cuarenta grados. Al menos cuarenta grados. Una noche, mientras trataba de dormir, escuché una voz que salía de una grieta de la pared: Para qué.
Eso fue todo lo que dijo, nada más que eso. Y ni siquiera me animo a escribirlo con signos de pregunta.
Pero esa mañana logré salir a la calle, logré estirar las piernas y ver el sol tan de cerca, golpeándome con una furia fría, con una densidad provocada, como si mi cuerpo fuera intangible, como si esos rayos luminosos quisieran atravesarlo y en su impotencia, al menos, decidieran arrojarme una espantosa luz helada. Helada como el invierno que se aleja y deja paso a una primavera insegura, apenas palpitante. Y esa bata blanca apareció de la nada. Parecía que el sol hubiera cedido, quizás por lástima, quizás por indiferencia, y hubiera alumbrado a ese hombre como un designio. La voluntad de vida que me quedaba podía definirse en esa caminata desesperada, en ese andar flojo y casi sin rumbo. La fiebre todavía arrasaba con mis energías.
Durante una semana, el doctor estuvo viniendo todos los días. Me tomaba la temperatura, me suministraba unas pastillas, incluso se animaba a charlar un poco sobre literatura. McCullers, no, no la conozco. ¿Faulker? ¿Stefan Zweig? Hemingway, ese sí. Pero el doctor era muy complaciente, y no le molestaban mis gritos de dolor o mi fatiga constante.
(Muy posiblemente se enojaría si supiera que hablo de él como el doctor. Se quejaría y me diría que lo llame Patricio, que su nombre es Patricio, y que doctor no es más que una profesión. No un nombre propio. Pero él no sabe lo que escribo; aunque alguna vez, mientras fumaba sus cigarrillos exhalando el humo por la ventana, me haya visto acercarme a mis papeles, tomar una birome y comenzar a escribir. )
El doctor fue el que me hizo la observación sobre el celular. Quizás, dijo señalándolo con el dedo, en este tiempo hayas recibido alguna llamada. Quizás, respondí. Y me lo quedé mirando como si me quemara, como si su música infernal -todos los celulares tienen músicas infernales- pudiera resonar por el aire de un momento a otro. Invadirme, agraviarme. Antonella debió haber llamado centenares de veces. Se debió haber agotado de marcar y marcar. Tal vez, incluso, ya se haya suicidado. O tal vez haya venido y tocado el timbre y se haya marchado, angustiada, marchita, pensando que yo la dejé para siempre. Para el más siempre de todos los siempres.
Al ver el celular tuve muchos pensamientos. Pensé mil cosas y pensé mil mentiras.
-No voy a cargarlo –le dije a Patricio-. Por el momento no voy a cargarlo.
Después me tiré en la cama y traté de dormir un poco. Ya casi no tenía fiebre. La luz del mundo (si se me permite una metáfora tan vulgar) volvía a recibirme.
viernes, 26 de septiembre de 2008
La caída
Nunca estuve tan cerca de la muerte. Y nunca estuve tan cerca de querer morir.
Apenas entré al departamento de Antonella, todo comenzó a darme vueltas. Había un fuerte olor a incienso revolviendo el aire y una música suave escupiendo en mis oídos. Creí estar en un mundo diferente, o al menos en un mundo más horrible, mucho más horrible. Y no era por ese peinado de Antonella (el pelo arropando al ojo), ni por esa ropa fría y negra, ni por su andar más quedo, más inútil, ni su sonrisa de calma y de auxilio a la vez. Todo eso podía soportarlo. De hecho, apenas Antonella me bajó a abrir y la miré y vi todo ese inmenso desperfecto en su ropa y en su peinado, me sonreí. Me sonreí porque notaba esa necesidad, ese ansia desesperada por tenerme a su lado. Sí, podía olerlo. Y eso me hacía fuerte.
Pero cuando entré en su departamento, todo eso cambió. Fue la combinación entre ese ambiente underground y la chica que la acompañaba. ¿Cuánto años podía tener? ¿Quizás dieciséis? ¿Dieciséis años? ¿Y cómo podía tener esa mirada tan perdida? ¿Cómo podía usar esa ropa tan gastada y tan oscura? ¿Pero cómo, cómo podía usar la remera arremangada y mostrar esas horribles manchas cicatrizadas y más arriba esa sonrisa de muerta y ese saludo como si yo apenas existiera, como si no fuera más que el aire que entraba al abrirse la puerta, un leve frescor que jamás podría tocarla? Porque yo sabía que jamás podría tocarla, y eso era porque jamás podría acercarme, y eso era porque para mí esa chica ya estaba muerta.
No sé si fue entonces que me desmayé o si llegué a sentarme en el suelo junto a ellas, a decir algunas palabras, a tratar de mentir comodidad. Pero cuando logré espabilarme, cuando logré darme cuenta de que nadie estaba muerto y que yo estaba más vivo que nunca, me despedí de Antonella prometiéndole que la iba a volver a visitar. Era sólo un malestar en la panza, le había dicho, nada más que eso. Pero la fiebre no tardó en avanzar sobre mi organismo. Fue un avance desaforado, brutal, tal como jamás me había pasado. Y de nada me sirvió abrazarme a mi almohada con todas las fuerzas que disponía y de nada me sirvió tomar todos esos remedios que tenía en el cajón, el delirio se había instaurado y yo me sentía frágil y solitario como un gato en pleno Microcentro.
Y no había nadie, nadie que pudiera ayudarme.
miércoles, 13 de agosto de 2008
Un mal presentimiento
El martes a la tarde estuve escribiendo una nota para el diario Conurbano. Se trataba de la niñez, la sexualidad y la inseguridad, y ese tipo de cosas que en el fondo a nadie les interesan, aunque todos pretendan ofenderse y sentirse terriblemente indignados cuando ven en la tele o leen en el diario alguna noticia sobre maltrato infantil, o sobre alguna chica demasiado joven que no cree que ella misma es demasiado joven para estar con otros chicos. Y algún titular que dé para hablar, algo así como: Los niños sin futuro. En eso estaba, escribiendo esa estúpida nota, cuando recibí este mensaje de texto: Venite vestido de negro.
Quizás podría decir que me quedé hecho una piedra, aunque iría un poco más allá y diría que me atacó una curiosidad infinita. ¿Vestirme de negro? ¿Qué significaba eso? ¿Qué carajo podía significar eso? Durante unos minutos sentí como si me hubieran insultado, como si alguien hubiera entrado sigilosamente en mi casa y me hubiera dicho que yo era un imbécil. Un poco más tarde cambié de idea. Pensé que la motociclista se estaba volviendo loca. Y es que… ¿había alguna explicación razonable para vestirme de negro?
Pero accedí y me cambié de ropa. Me puse una remera negra, un sweáter negro (tenía unas rayas blancas en las mangas, pero era lo más parecido a negro que tenía), un jean negro y voilá: unas hermosas zapatillas negras que nunca usaba y que de tan gastadas que estaban habían sacado un poco de brillo.
Después me preparé un café con un poco de whisky, y me puse a recordar la llamada. Recordé su saludo. Había sido un poco eufórico, aunque casi inmediatamente su voz se había vuelto imperceptible, y había tenido que apretame el auricular en la oreja para entender lo que decía. ¿Qué más? No había mucho más, salvo… Me había dicho que iba a estar con una amiga en su casa. ¿Qué amiga?
-Una amiga –respondió-. Una amiga nueva. No la conocés.
-Bueno, está bien. Vas a estar con una amiga.
-Por favor, Pablo.
-No dije nada.
-¿Venís a las diez, entonces? ¿Dale que venís a las diez?
-A las diez. Sí. Esperame. A ver, pasame tu dirección.
Eso había sido todo. Un poco extraño, eso es cierto. Pero nada parecía confirmarme que se hubiera vuelto loca. Aunque claro: el intento de suicidio, el haberse cortado las venas, esa cara pálida que tenía en el hospital. Tenía un mal presentimiento.
Miré la hora en el celular. Todavía tenía algo de tiempo. Tomé de un trago el vaso de café con whisky. Me senté en la silla otra vez (sólo que ahora estaba íntegramente vestido de negro, salvo por esas líneas blancas en el sweater), agarré la birome y continué trabajando en la nota.
Escribí algo así: “A veces, los niños pueden sentirse incomprendidos. Es entonces cuando...”
domingo, 10 de agosto de 2008
La entrevista
La fachada del edificio era moderna. Tenía una puerta grande de vidrio, con adornos de metal que despedían brillos. El piso era de mármol y las paredes del pasillo estaban pintadas tratando de simular una naturaleza amable, con cascadas, árboles y lianas, y mariposas volando por todos lados; el pintor debía de ser un hombre enfermo, muy posiblemente un psicópata. Toqué el timbre y me quedé esperando. Miré una cámara apoyada en el techo y traté de sonreír. Estaba bien vestido. Usaba un sweater marrón y un pantalón negro de vestir. Zapatos. Escuché una voz apagada; podía ser tanto un hombre como una mujer.
-Soy Pablo Gowezniansky –dije.
Hubo un ruido agudo, no del todo molesto. Empujé la puerta y dije, como si hiciera falta (como si no me estuvieran viendo por la cámara sujetada al techo): “Ya entré”. La puerta se cerró a mis espaldas justo en el momento en que llegaba al ascensor, después de haber atravesado la cascada y los árboles sin sufrir ningún percance. Supongo que la gente de la ciudad a veces necesita eso: ver todo lo que estamos destruyendo. Una manera extraña de sentirnos importantes. Toqué un botón metálico y el ascensor se abrió. Al quinto piso llegó en una patada. Ni siquiera tuve tiempo de acomodarme el pelo.
Salí del ascensor, caminé hacia la derecha y toqué el timbre. Me abrió la puerta un hombre petiso. Usaba una remera gastada y unos pantalones que tuvieron tiempos mejores. La cara del hombre también parecía haber tenido tiempos mejores.
-Adelante. Pasá.
Me adelanté y pasé.
-Sentate en el sillón. Yo voy a buscar algo para tomar –dijo con su característica voz aguda, de la cual ya estaba advertido-. ¿Jugo? ¿Coca Cola?
Quizás vio mi cara de duda.
-¿Café?
-Un café, si no es molestia.
-Qué va –dijo, y desapareció de mi vista.
Tomé asiento en el sillón. Era un buen sillón. Un poco más cómodo que mi cama, y sin duda mucho más pintoresco. El living era grande; tenía algunas mesitas y sillas desperdigas por cualquier lado, sin una estética aparente; o quizás sí: la estética del desorden. Acomodé el bolso a un costado. Enfrentada al sillón, había una mesa muy pequeña, cubierta con unas vasijas de color claro que podían no valer nada, o de igual manera podían ser muy costosas. Enfrente de la mesa había otro sillón. Supuse que Raúl Guinea (tal como me había dicho el papá de Laura que se llamaba el hombre), tomaría asiento allí.
Raúl volvió al cabo de unos minutos. Tenía una taza de café en una mano y un vaso que parecía contener jugo. Me dio la taza de café y se sentó al lado mío, mirándome con una sonrisa cordial. Me dijo dos o tres tonterías sobre el tiempo y algo sobre un coche que ese día había mandado al mecánico por no sé qué problema en no sé dónde. Tomó un sorbo de jugo, cruzó las piernas. Me pidió que le hablara sobre mí.
-Bueno, qué puedo decirte. Estoy tratando… estoy dando mis primeros pasos en el periodismo. Hace unos años que entré a la carrera. Hace unos años. Bueno, hace un tiempo hice unos meses de taller literario. Me gusta escribir cuentos. Poesía. Ahora estoy tratando… ahora estoy escribiendo una novela –hice una pausa, tomé un poco de café, ¿por qué era todo tan difícil?-. Tengo varios cuentos terminados. Una vez, hace dos meses, creo. Sí, dos meses. Hace dos meses gané un concurso. No era mucha plata. Pero era algo. Una motivación adicional. Hago lo que puedo. Creo que tengo algún talento.
Apenas terminé de hablar, me di cuenta de que no tenía que haber dicho eso. No tenía que haber dicho que tenía talento. Esas son cosas que no se dicen. A nadie le gusta escuchar esas cosas. Si un tipo tiene talento, mejor que se calle y finja ser un idiota.
Raúl volvió a tomar un poco de jugo. Me miraba de costado, porque ambos estábamos sentados en el mismo sillón. No era una situación muy cómoda, y más después de ese silencio, un silencio que le tocaba romper a Raúl. Yo ya había dicho suficiente. Si decía algo más, estaba seguro de que podía arruinar mi oportunidad. Pero dije:
-Es un buen café –y no mentía.
Terminó el jugo de un trago y lo apoyó en la mesita, junto a una de las vasijas. Puso una cara apretada como si en vez de jugo hubiera sido whisky. No era una buena cara. Pero no cabía duda de que Raúl Guinea debía tener caras peores.
-No está mal –dijo-. Y el café. Sí. Tengo una buena máquina. La compró un amigo hace unos años. Un amigo al que le gusta tomar café. No está mal, eh. ¿De qué se trataba el concurso?
-¿El concurso?
-Esa cosa literaria.
-Ah, era… Bueno, tenía una temática solidaria. Más bien. Una de esas historias que tienen moraleja. Dos o tres vueltas de tuerca. El paralítico que al final resulta el héroe.
-Una pedorrada.
Me hundí en el vaso de café. Después lo apoyé en la mesita de enfrente. Volví a enderezarme en el sillón y saqué un encendedor. No estaba muy seguro de nada. No sabía si tenía que preguntarle, si no estaba cometiendo alguna estupidez.
-Mejor no –dijo-. No fumo. Y me molesta el humo.
Pensé que si hubiera fumado, si alguna vez hubiera adoptado ese vicio, que quizás su voz no hubiera sido tan aguda. Quizás hasta sería un poco ronca. Valía la pena arriesgar la salud con tal de probarlo.
-Soy una persona saludable. Me gusta comer fruta, me gusta tomar fruta. Me gusta lo sano. Quizás te des cuenta –dijo abriendo los brazos, como si quisiera hacerse eco de un cuerpo escultórico que sin dudas no tenía.
-Bien.
-Es mejor que nada. A ver. Me gustaría leer algo tuyo. Si es que trajiste algo. No es que tenga mucho tiempo ahora.
Saqué unas hojas que tenía guardadas en el bolso. Las agarró con suavidad. Me miró las manos. También la cara. Parecía como si se moviera en cámara lenta.
-Ahora me tengo que ir. Voy a verme con un… con alguien. Pero me gustaría repetir lo de hoy. ¿Qué te parece?
-Me parece muy bien.
-Espero que Sergio se mejore.
Dije que yo también deseaba que Sergio se mejorara, aunque no sabía de qué se tenía que mejorar el papá de Laura.
-Te abro abajo –dijo; y me miró de una manera algo extraña-. Te miro por la camarita.
Cuando estuve en la calle, sintiendo el horrendo frío de agosto, las cosas tomaron cierta claridad. La entrevista no había estado mal. Raúl tenía dos de mis mejores cuentos, algunos artículos periodísticos que había escrito hacía algún tiempo. Encendí un cigarrillo y me puse a caminar. Tengo que dejarlo antes de que me consuma, me acuerdo que pensé. Pero a cada pitada el sabor era más intenso. Después de todo, la entrevista no había salido nada mal.
Ahora tenía que llamar a la motociclista, hablarle. ¿Cómo se le habla a una persona que intentó en vano quitarse la vida? No lo sabía, pero intuía que no faltaría mucho para averiguarlo.
sábado, 2 de agosto de 2008
Esperando la entrevista
martes, 29 de julio de 2008
Un paño negro
Me acerqué muy lentamente, porque sabía que no iba a poder dominarme. Me acerqué para notar eso: para darme cuenta del suave zumbido que salía de esos labios minúsculos, para sentir cómo podía latir la vida bajo esas sombras tan profundas. Intenté decirle algo (sentía que podía hablarle de cosas que jamás se me hubiera ocurrido decirle), incluso quise arrimar mis labios a esa frente frágil, a ese pelo fino y opaco. Pero di media vuelta y me alejé, no sin antes mirarla una vez más.
Afuera, sentada en una silla marrón, de piernas cruzadas, estaba Laura. Su mirada se perdía sobre el final del pasillo (en la máquina de café, o tal vez en esa anciana que sostenía un crucifijo blanco y rezaba silenciosamente). Creí que tenía que decir algo, y que debía ser positivo.
Caminé hacia donde estaba y me senté en una silla junto a ella. No era nada cómoda, pero me pareció que iba bien con la ocasión. Un hospital no puede tener sillas cómodas.
-Tenemos que hacer todo lo que podamos –dije.
No respondió, ni siquiera fue capaz de mirarme. Era fácil darse cuenta de que me estaba reprochando mi insensibilidad, ¿o no era yo quien salía con Antonella? ¿O no era yo quien se había quedado dormido? Apoyé las manos en mis piernas y recliné el torso un poco; un suspiro demasiado fuerte se me escapó. Y entonces no pude evitarlo, de los ojos se me deslizaron unas finas gotas de rocío. El pecho se me inflaba y se me contraía. Me sentía igual que un sapo, o todavía peor.
-Ojalá fuéramos como sapos –dije, las palabras comenzaban a brotar solas-. Nuestra vida sería fácil, ¿o no?, podríamos saltar en un arroyo, de hoja en hoja –Laura giró su cuerpo, descruzó las piernas y me miró-: Por favor, no sé. Te juro que no entiendo.
Su mano bajó hacia mi rodilla, la presionó apenas. No fueron más que unos segundos, después se levantó y pude notar que tenía los ojos muy rojos (tenían unas líneas que se debatían en un desorden absoluto, como si fueran miles y miles de truenos color sangre). O tal vez exactamente era lo contrario: esos ojos parecían demasiado reales. Y por eso me lastimaban tanto.
Laura comenzó a caminar por el pasillo hacia la máquina de café. No hizo mucho más que eso, se apoyó sobre la máquina con las dos manos y así se mantuvo durante un rato largo. Después se acercó hacia mí y me dijo si podía acompañarla a la casa. Dijo que si no la acompañaba se iba a desmayar. Y su voz estaba tensa como la cuerda de un violín al borde de romperse.
-Vamos –dije-. Te acompaño.
La noche comenzaba a caer. Era un paño negro adueñándose del cielo. Si fuera un campesino podría oler la lluvia al llegar, podría darme cuenta hasta del grosor de las futuras gotas. Pero no podía oler ni sentir nada. Salvo la mano de Laura ciñéndose a mi cintura, los pasos cortos pero rápidos, un dolor de cabeza que crecía y que parecía estar por estallar.
En algún momento, en algún lugar, algo estaba por estallar.
sábado, 26 de julio de 2008
Cuando se acaba la calma
Era una sensación hermosa: estar abrazado a la motociclista, con las luces rojas y azules parpadeando, y un ronquido suave, un murmullo que era como el fluir de un río, y dos copas rojas, de un rojo intenso que flotaba sobre nuestras manos libres, y los labios casi unidos susurrando te quiero, y yo también, y yo aún más, pero yo mucho más. Y cuando me desperté tuve que entender que todo eso era mentira, que mi inconsciente, una vez más, me había traicionado.
Estaba solo en mi departamento, las sábanas completamente sudadas. Y me acordé de la llamada de la noche anterior. Estoy en un ratito le había dicho, pero miré el reloj de pared y me di cuenta de que algo no andaba bien. Tardé en comprender que la luz del sol estaba cayendo y que el reloj no me estaba engañando. Pero nada parecía tener sentido, salvo que hubiera ocurrido eso: que hubiera dormido veinte horas sin darme cuenta: como si la noche y la mañana y la tarde hubieran transcurrido en un soplo.
Me levanté de la cama de un salto, pisando el libro de Faulkner sin quererlo. Una víctima, pensé, la primera del día. Me preparé un té antes de decidirme a salir. Después me puse un saco marrón (lo había conseguido a un precio irrisible en una feria americana), un pantalón de corderoy (el único de corderoy que tengo) y las rotosas zapatillas que hace unos años había comprado en Bolivia. Pero no pude tomar el té; sentía que algo estaba por decidirse, que había algo que estaba ocurriendo y que quizás no estaba a mi alcance detenerlo. Sentí que el mundo era una masa amorfa con vida propia, y que yo apenas era un punto ínfimo, casi invisible: una gota de leche en una taza de café.
Pero cuando salí, el frío me resultó insoportable, y seguí caminando, porque de alguna manera (no podía precisar cómo) sentía que lo merecía. Carajo, Antonella estaba en el hospital. Sola y me habían dicho que fuera y no fui, y me quedé dormido y… ¿Y cómo era posible, cómo podía haber pasado algo así? ¿Cómo carajo había dormido durante veinte horas sin darme cuenta?
Encendí un cigarrillo y seguí caminando. A unas pocas cuadras un tipo tambaleándose comenzó a hablarme, me siguió los pasos durante unos metros, le dije algo que no me acuerdo, o quizás no le dije nada. Quizás solamente le haya dicho que me dejara en paz, que por favor no me molestara. Y en algún momento se fue, y en algún momento llegué al hospital Garrahan, y en algún momento una enfermera me dijo el número de una puerta, y subí unas escaleras, y creía que tanto blanco sobre blanco iba a terminar volviéndome loco, y cuando llegué a esa puerta (también blanca, aunque la manija estaba rota, casi suelta), tuve que detenerme. Apoyé una mano en la pared, y después la cabeza, y también creí que unas lágrimas iban a salir despedidas de mis ojos como si fuera obvio, como si no estuviera a mi alcance impedirlo. Pero eso no ocurrió, y ya estaba por entrar cuando por el pasillo miré esas piernas esbeltas, tapizadas por unas medias marrones, elegantes, y más arriba una pollera, y un sweater verde, casi chillón, y un pelo rizado, cayendo en ondas a los costados de la cara. Y la saludé y me saludó y nos dimos un beso en la mejilla (¿eso era la mejilla?), y Laura trató de decirme algo.
-Los brazos –pero entonces se calló; era como si no pudiera decir más que eso: los brazos, y volvió a repetirlo:- Los brazos…
Y me separé un poco, abrí la puerta y entré.
La austeridad de la habitación me resultó igual que un golpe, un golpe donde más duele. Había unos aparatos, una bolsa llena de un líquido marrón, una pared larga y blanca donde debería haber alguna ventana, un resquicio donde se debería poder mirar algo más, algo que no fuera blanco, o al menos alguna cosa que no fuera puramente utilitaria.
Y en el medio, justo en el medio de la habitación (como si las enfermeras fueran unas psicóticas amantes del orden perfecto) estaba la cama, y sobre la cama, yaciendo con un color blanco, un color que parecía mimetizarse con la palidez de todo el hospital, estaba Antonella. Tuve que aferrarme a la manija de la puerta para no caerme.
Nunca había visto algo así.
viernes, 18 de julio de 2008
Un río sonámbulo
Podría olvidarme de esta semana. Podría recostarme en la cama, tratar de cerrar los ojos (tratar de callar el insoportable ruido que me trae la ventana) y dejar que fluya: el olvido como si se tratase de un río suave, casi aletargado, o aún más: un río sonámbulo. Quisiera olvidar, quisiera (incluso) no haber empezado jamás a escribir esa dichosa novela. Pero no puedo.
No puedo olvidar que hace tres días recibí un mensaje de texto. “Estoy por el centro, ¿tenés un tiempito?”, y no era la motociclista. Era un mensaje de Laura. Y me imaginaba sus labios con rouge, con su bufanda de ese amarillo opaco (aunque no por eso menos agresiva), hablándome, susurrándome las palabras al oído: ¿tenés un tiempito? Sí, era casi como escucharlo, como tenerla frente a mí, tal como la había tenido unos días atrás. ¿Pero qué era lo que me pasaba? ¿Serían los días de encierro escribiendo y reescribiendo el primer capítulo sin casi detenerme ni para comer?
No sabía lo que me ocurría y no quería arriesgarme. Le mandé un mensaje diciendo: “Estoy trabajando más de lo que me gustaría, lo dejamos para otro día”. Y no estaba mintiendo.
Ese mismo día, un poco más tarde, en esa hora en que los rayos del sol apenas si se animan a atravesar mi ventana, dejando un exangüe tono anaranjado sobre mis papeles, en esa hora, decía, recibí un llamado. Me levanté de la silla y caminé hacia el montón de libros. El celular estaba sobre el libro de tapa roja de Patricia Highsmith: El grito de la lechuza.
Su voz no me sorprendió; no nos veíamos desde hacía una semana, y fingí (o traté de fingir) algo de naturalidad.
-Ya no me respondés los mensajes –dijo.
-No es que no los responda.
-Bueno, podrías empezar a responderlos. Hace cuánto que no te veo.
Levanté el libro de tapa roja con la mano derecha. El grito de la lechuza, leí, y creo que miré el título (sus letras verdes y brillantes) al menos cinco veces más.
-Hola, ¿te pasa algo?
Las letras verdes y brillantes eran como un imán.
-Espero que no –dije.
-¿Cómo que espero que no?
Tiré el libro sobre la cama, me llevé la mano al pelo; no dejé de suspirar. La motociclista no podía verme, pero podía sentir cómo seguía cada uno de mis movimientos. Como si estuviera ahí, exactamente ahí, sentada en la cama, mirándome.
-Quiero ir para allá. Yo tampoco estoy bien –su voz, de pronto, estaba suave como un jugo de naranja.
-Hoy no, perdoná. Hoy no me siento con ganas.
-Dale, un ratito nada más.
Volví a mirar el escritorio: llegué a alcanzar a leer, en letras negras y grandes: Capítulo primero.
-No puedo –repetí-. Hoy no.
-Pablo –la motociclista había estirado cada una de las vocales de mi nombre, y su voz sonaba débil, fatigada, como un piano al que apenas se le presionan las teclas.
-Perdoná –dije antes de cortar la llamada.
¿Perdoná, dije? ¿Dije perdoná y corté la llamada?
Hoy recibí un llamado de Laura. Su voz era pura angustia, incluso temblaba. ¿Al hospital? No entiendo, cómo que… Ah… Bueno, ¿dónde queda? Gracias, sí. Salgo en un ratito.
Pero todavía seguía en la cama, con los ojos cerrados, viendo cómo todo me daba vueltas y más vueltas. Una marea lenta, casi dormida, me hacía olvidar. Me obligaba a mantenerme quieto, me obligaba a bajar la persiana, a taparme. A apoyar la cabeza en la almohada. ¿Dónde queda? Gracias, sí. Salgo en un ratito.
Pero al ratito estaba durmiendo.
lunes, 23 de junio de 2008
Un paseo por la facultad
-Señores, creo que la facultad fue creada con un fin didáctico. La idea detrás de todo el sistema es que los alumnos aprendan. Yo también fui un alumno alguna vez –su cara llena de arrugas se contrajo en una débil sonrisa- y aprendí. Aprendí todo lo que les estoy enseñando y mucho más. Ustedes me ven. Yo soy un profesor cultivado. Los años me dieron respeto y yo tomé ese respeto.
Se adelantó un poco. Paseó la mirada por todo el aula. Era una mirada cruda e insolente. Parecía querer adelantarnos algo. Algo que estaba por decirnos en palabras. Tomó aliento y continuó.
-Ustedes, señores, me faltaron el respeto. Y acá tengo la prueba –dio unos pasos hacia atrás, agarró el bolso negro y sacó un manojo de papeles; comenzó a moverlos de atrás para adelante como si tratara de apagar un fuego invisible-. Debería darles vergüenza, señores. Mucha vergüenza. No tengo nada más que decirles. Que alguien se acerque a repartirlos.
Me puse la campera y la mochila y me levanté. Caminé entre los bancos dirigiéndome a la salida. Cuando estuve cerca de él, me di cuenta de que había creído que yo tenía intención de repartir los exámenes. Me los estiró y lo miré fijamente. Sentí la necesidad de decirle unas palabras. Lo estaba mirando a la cara. Miraba esos ojos grises e irritantes que combinaban muy bien con toda su personalidad. Agarré los papeles y me quedé por un momento con todos los exámenes en la mano. Me entraron ganas de comenzar a correr. Salir del aula con toda esa mugre y arrojarla en un tacho naranja del Gobierno de la Ciudad.
Pero por supuesto que no hice nada de eso. Le dije unas palabras al oído y pude ver cómo su rostro perdía altivez, cómo comenzaba a empalidecer. Quizás, si alguien le hubiera arrojado un papel a la cara, enfrente de él, hubiera ocurrido la misma transformación. Pero entonces habría comenzado a vociferar insultos a mansalva. Esta vez, sin embargo, agarró los papeles que yo le devolvía y se mantuvo sin decir una palabra, casi sin moverse. Apenas respiraba. Daba la impresión de que le hubieran disparado un tiro por la espalda.
Saludé a todos con un giro de la mano, algo así como si estuviera dibujando un medio círculo en el aire, y salí del aula.
Esa cara, esa mueca amarilla que salió de sus labios y de sus ojos, esa cara era mi victoria. Sabía que había reprobado el examen, sabía que la facultad se me estaba yendo al carajo y pocas victorias había tenido últimamente. Esa cara era una de las únicas. Las palabras que les dije al oído van a quedar archivadas en mi memoria para siempre.
-Y usted puede irse a la mierda.
Y creo que nunca dije nada tan en serio.
Cuando estaba por abrir la puerta de casa, recibí un llamado. Agarré el celular y miré la pantalla. Era javier. Estaba demasiado contento como para atenderlo. Y no lo atendí.
Dejé la mochila sobre la cama y me puse a pensar un poco. ¿En qué me había quedado? Ah, sí. Seguir trabajando en la novela.
jueves, 19 de junio de 2008
Una visita inesperada
-Laura –respondió; pero antes de que tuviera tiempo de pensar si conocía a alguna Laura, ella volvió a hablar-. La amiga de Antonella.
-¿Antonella?
-Sí.
Estuve un rato con el auricular en la mano tratando de poner el cerebro a funcionar. No había caso.
-No conozco a ninguna Antonella –dije.
-Perdón. Me confundí de piso.
Al instante me di cuenta de mi error. Y cuando volvió a sonar el timbre traté de fingir una voz distinta. No sé si tuve éxito.
-Me abren –dijo.
El tiempo me alcanzó para ir al baño, echarme un poco de agua en la cara, peinarme. Miré mi pijama: era de un beige sofisticado (le había pertenecido a mi tío en algún momento) y me quedaba bastante bien. Iba a mantener el pijama. Al rato sonó el timbre. Salí del baño y abrí la puerta. Laura se veía hermosa.
-Estaba yendo al trabajo –dijo como si eso explicase todo. La miré un rato. La miré mientras me saludaba con un beso en la mejilla, la miré mientras entraba al departamento. La miré mientras se sentaba en la cama deshecha, mientras cruzaba las piernas. Sin quererlo se me vino a la cabeza la imagen del cajón lleno de preservativos. Es un mal vicio que tenemos todos los hombres.
-Me acordaba el piso y me dije: bueno, qué carajo, vengo y se lo digo. ¿O no está saliendo con mi mejor amiga?
La puerta había quedado abierta. Así que estiré un poco el brazo y la empujé. La miré una vez más como si quisiera darle realidad a algo que parecía ser un sueño. Estaba despierto, eso era seguro. Me había levantado con el ruido del timbre y un minuto más tarde había entrado la amiga de la motociclista, la misma persona que había venido a mi casa dos días atrás. Había entrado con una pollera de oficinista, un pequeño saco azul y una camisa a tono. Una bufanda amarilla y los labios pintados. Todo eso era verdad, podía jurarlo. Pero nada tenía sentido.
-Si ves un poco de desorden. Bueno. Pasa que. Yo. Bueno. No esperaba –me quedé sin saber qué decir. Nunca fui muy bueno hablando con mujeres, y mucho menos con las que entran a tu casa en plena mañana, cuando ni siquiera tomaste una taza de café.
-No me molesta –dijo levantándose y acercándose al escritorio; las hojas sueltas le llamaron la atención- Incluso le da un toque. Algo particular. ¿Qué son estas hojas?
-Son las primeras páginas de mi novela –dije.
-Ah. Qué bien.
-Está muy bien –respondí.
Los siguientes minutos fueron un tanto confusos. Me preparé un café, le ofrecí algo, unas galletitas o alguna bebida. Rechazó la invitación y se quedó quieta, tal vez esperando que yo reaccionara de otra manera. Mis reacciones suelen sorprender a la gente. Y Laura se sorprendió.
Estaba comenzando a tomar el café cuando me dijo:
-Es por Antonella que vine.
Asentí con la cabeza.
-Ella seguro no te contó. Los abuelos, ayer. No, no. La semana pasada. No creo que te haya contado. Ella es así, ¿viste? Un poco tonta. Los abuelos se mataron hace una semana.
Había venido para avisarme que tal vez Antonella podía estar actuando de forma extraña. Fue un pequeño discurso, pero la idea era esta: que la entendiera, que estuviera amable. Incluso más: que tratara de apoyarla.
-Ella te quiere mucho –dijo mientras cerraba y abría lentamente los ojos, permitiéndome admirar unas largas y negras pestañas en un movimiento capaz de despertar pasiones.
-Gracias. Eso explica algunas cosas.
Laura golpeó con su tacón varias veces el suelo. Tomé un poco más de café.
-Bueno –dijo mirando su pequeñísimo reloj de pulsera-. Se me hizo la hora. Algún día, si querés. Yo trabajo cerca.
Le agradecí. Intercambiamos números de teléfono. Me dio un beso en la mejilla y se fue. Salió de mi departamento tan rápido que cuando traté de darme cuenta ya estaba bajando por el ascensor. No creía que hubiera inconvenientes. El portero le iba a abrir. Ningún portero podría llegar a desconfiar de una mujer vestida de esa manera.
Dejé el café sobre la mesa, miré la hora. Eran casi las nueve. La luz del sol entraba por la ventana iluminando todo el cuarto. Me acosté en la cama, me tapé la cabeza con la frazada y al poco rato volvía a estar durmiendo.
lunes, 16 de junio de 2008
Girando y girando
¿Quién cae en una fiesta con tres vinos y un video de boxeo? ¿Quién saluda con una piña en el brazo y una sonrisa boba? ¿Quién se rehúsa a subir por la escalera aunque se le pida una y otra vez, aunque se le exija con una convicción terminante?
-Basta. Mis pulmones no están para subir cuatro pisos a pata. Y los tres vinos también pesan –esos vinos, por supuesto, que ahora estaba cargando yo; y es cierto: pesaban.
Pero tengo que reconocerlo: apenas bajé del ascensor proferí un tremendo suspiro, como si acabara de escaparme de una tormenta por un pelo, o incluso por menos. Javier se sonrió, me dijo al oído (tal vez temiendo que hubiese algún vecino escondido en el pasillo), en un susurro inaudible, como si me estuviera contando un secreto: “Se nota que no estuviste tomando”, dijo. Y para qué negarlo. No había tomado una gota de nada. A última hora los nervios me habían acusado, me habían preguntado de forma atroz: “¿Qué carajo acabás de hacer?”
Y cuando abrí la puerta y Javier se sentó entre las chicas, y cuando pidió que abriera un vino, que sacara los vasos, cuando encendió su cigarrillo con ese Zippo plateado que relucía a gloria, que destilaba algo de lujuria pero también campechanía. Entonces supe que algo estaba pasando. Que tal vez la noche podía escaparse. Que podía perderlo todo.
Y empecé a tomar sin recaudo, sin darme cuenta que estaba parado en la punta de un hilo. Y que en la otra punta, allá a lo lejos, sentada con su pelo de rulos y su sonrisa enigmática, sentada con los ojos gigantes y su mano suave y tremendamente femenina, allá, en la otra punta estaba la motociclista.
Prendí el monitor de la computadora. Puse un cd mientras apuraba el segundo vaso de vino: Wouldn’t it be nice de los Beach Boys comenzó a sonar. Y al lado, justo al lado de la computadora estaba el libro de Faulkner: Réquiem para una mujer. Y no pude menos que preguntarme: “¿Por qué tiene que ser todo tan difícil?”
La amiga de la motociclista corrompió el ambiente con una carcajada. Una de esas risas que dicen todo. Tenía las piernas cruzadas y emanaba una seguridad imprecisa, una agresividad seductora. Se acercaba para hablarte, te rozaba con la yema de los dedos para que entendieras mejor la idea. Y el humo comenzó a confundirme, a hacerme perder la cabeza. ¿Por qué apoyó su mano derecha en mi muslo? ¿Por qué dijo un poco más tarde cuando el alcohol nos había achispado a todos?
-Es un lindo departamento. Pero lástima, ¿no? Falta la presencia de un hombre.
Y me apoyó un poco más la mano en el muslo. ¿Y dónde estaba la mano de la motociclista? ¿Dónde estaban sus ojos? ¿Por qué Javier se reía tanto?
Los vinos y unos vasos de whisky y I just wasn’t made for these times, y después Pet sounds y Caroline no. Y una vez más: Caroline no. O al menos creí que todo se repetía, que todo volvía a comenzar hasta el infinito.
Y la motociclista diciendo:
-Sos tan dulce, pero no sé. No sé.
Y creo que en ese momento me levanté, caminé hasta el baño con paso impreciso, apoyé la cabeza en el inodoro y dejé que la noche se fuera de esa forma. De esa forma brusca e insana. Todo se fue con el agua girando y girando.
¿Qué más puedo decir?
A la mañana me desperté con un dolor de cabeza terrible.
martes, 3 de junio de 2008
Frases sabias
Hace ya varias horas que agarré el libro de Martín Kohan. Simplemente lo agarré y me arrojé a la cama, tratando de desentenderme de todo. Ciencias Morales es el título. Parece que así, Ciencias Morales, se llamaba antes el Colegio Nacional Buenos Aires. Antes se llamaba así, tiempo atrás; por ejemplo, en el tiempo en que atacábamos ciegamente a los ingleses, en esa guerra que estuvimos tan cerca de ganar. Tan, pero tan cerca. Y en ese entonces, allá por el año 1982 es que está situada esta más que interesante novela. Una preceptora rígida (de esas rígidas rígidas) es la insulsa y monocorde protagonista de la historia. Y en un momento dado tuve el placer de enterarme que María Teresa, la preceptora, poseía lo que ella llamaba “la libreta de las cosas sabias”.
Esta es una de las frases sabias que María Teresa había anotado en su libreta de las cosas sabias: “Si lloras porque el sol se ha ido, las lágrimas no te dejarán ver el brillo de las estrellas”. Apenas leí esa enseñanza, dejé el libro sobre la cama. Cerré los ojos, meditando esa frase durante unos segundos. No tenía muchas vueltas.
Y después abrí los ojos, miré por la ventana. Era tarde, ya no había sol. Me llevé la mano a la cara, a la piel de la cara. La rocé. Estaba áspera. No lloraba. Todavía podía ver el brillo de las estrellas.
Eso hice durante unos minutos. Miré las estrellas, esos puntitos que en la ciudad se ven grises, tal como si nunca hubieran usado los blanqueadores que tan bien tratan de vender en la televisión. No, las estrellas no brillaban. Podría haber estado llorando tranquilamente, no me hubiera perdido de nada. O al menos no del brillo.
Más o menos a las seis de la tarde (no mucho después que mirara profundamente las estrellas, no su brillo, como dije antes, sino las estrellas a secas), recibí un mensaje de un tal “Javier poesía”. Es decir: Javier del taller de poesía. Javier es, sin lugar a dudas, un tipo de sexualidad un tanto dudosa. A la salida del taller, y antes de que se fueran todos a tomar algo (o quizás a fumar marihuana), me había pedido mi número de celular. No opuse reparos, por supuesto. El mensaje decía: “Perdoná, apenas te conozco, estoy aburrido, ¿querés hacer algo? No soy puto”.
No tuve que pensarlo demasiado. Javier era un tipo alto, bastante desgarbado, creo recordar que tenía una mirada perturbada. Era perfecto. Le pasé la dirección de mi casa y le dije que se viniera a las ocho, que iba a formar parte de una “suerte de reunión”. Mis últimas palabras fueron: “El alcohol será bien recibido”.
Esa mezcla extraña de personas (la motociclista, su amiga, el tipo de mirada perturbada) merecía, creí entonces, que ordenase un poco el cuarto. Eso hice: amontoné un cúmulo de fotocopias junto a la puerta y encimé peligrosamente, también junto a la puerta, los libros que andaban desperdigados por el suelo. Incluso me dieron ganas de pegar un cartel que dijera “Bienvenidos”. Lo pensé un poco (esta vez sin mirar las estrellas) y me decidí que ese cartel sería lo apropiado. Agarré un marcador y una hoja rayada de mi cuaderno universitario y escribí, en letra cursiva y bastante apretada: “Bienvenidos a casa”.
Acto seguido abrí la puerta y lo pegué con un poco de cinta scotch del lado de afuera. Lo miré unos instantes. Nada mal, pensé. Y también pensé: que comience la fiesta.
Eran las siete y cuarto de la tarde.
sábado, 31 de mayo de 2008
2002
Abro la puerta de mi habitación con mucha suavidad, muy lentamente. Salgo al pasillo. ¿Eso que oigo es un ronquido? Y eso ¿Será un murmullo? La luz está apagada, pero por la ventana entra la luna: un blanco pálido: fantasmagórico (Pablo, ¿qué hacés despierto a esta hora? Eso diría si no estuviera dormida; y él: Andá a acostarte, pendejo, pero también está dormido).
El espejo apenas se ve; pero ese soy yo; esa remera naranja es mía y esos pantalones anchos, los primeros pantalones que compré con plata propia (un mes repartiendo propaganda de una pizzería en la puerta del Alto Palermo, a dos pesos la hora), son míos también. Ese soy yo, me miro al espejo, me paso una mano por el pelo. Ya es hora de escapar de casa.
Un ruido se escucha en algún lado. Es ahora o nunca, pienso.
Es ahora.
Atravieso la puerta, una lluvia suave me humedece el pelo.
Soy yo. Y me estoy escapando.
Cuando llego a Corrientes lo primero que hago es mirar para todos lados. Hay un hombre acostado en posición fetal; una frazada lo cubre como si fuera un cadáver. ¿Y esos que están allá? ¿Esos tipos se darán cuenta? ¿Se me acercarán?
Por las dudas camino rápido.
Los faroles parecen tan apagados; el silencio, un silencio de muerte arrasa violentamente con la avenida. Son los autos, sin embargo, los que se animan a combatirlo. Pero en mi cabeza siento el silencio, siento a los hombres que caminan en grupo (cuánto daría por estar con Lucho, por estar con él ahora y no andar solo), siento que cualquiera podría tener una navaja y darse cuenta que soy inofensivo. Tan inofensivo como...
Camino aún más rápido.
Y cuando llego, cuando toco el timbre, cuando Lucho me baja a abrir y sonríe y carga dos vasos de cerveza. Cuando pasa todo eso largo una sonrisa de alivio.Lucho me da el vaso y me hace una seña. Camino siempre un paso por detrás suyo: tiene una espalda de gigante y el pelo largo, con rastas. Todo me aturde un poco. La música suena fuerte. Las mujeres bailan. Ese olor a cigarrillo que inunda todo. Y me humedezco los labios con cerveza. Siento el sabor amargo, fuerte. Pero sé que tengo que tomar. Aunque casi nunca haya probado alcohol en mi vida. Se que tengo que hacerlo. La cantidad inmensa de cigarrillos, de vasos por todos lados; las mujeres. Sé que tengo que tomar.
-Llegaste, nene –me dice.
Es cierto. Llegué.
jueves, 29 de mayo de 2008
Taller de poesía
Al parecer, la motociclista no quería casarse conmigo.
Apurando el paso, reflexioné unos instantes sobre la posibilidad de llamarla. Pedirle disculpas y concertar un nuevo encuentro. Ese era el plan. Vos sabés, Anto, no me encontraba en mis cabales (pensaba usar la palabra cabales, sí), estaba medio triste a la madrugada y te mandé ese mensaje estúpido, no me cuestiones, por favor, uno actúa a veces sin saberlo y…
Y sin darme cuenta llegué al centro cultural. ¿Por qué estaba actuando yo? No tenía ni siquiera una pálida idea.
La entrada era grande, había que sortear un escalón y llegar ante una de esas puertas que cuestionan tu presencia. La traté de abrir pero no se dejaba. Un timbre, a un costado, me pareció la mejor manera de actuar. Hola, dijo una voz femenina del otro lado del receptor. ¿Sería linda? Vengo al taller literario de Arreta. No hubo ningún comentario más, un ruido me indicó que ya estaba capacitado para abrir la puerta. Eso hice.
Avancé por un pequeño pasillo que había a mi izquierda y vi a una mujer apostada detrás de un escritorio. No era muy joven, pero tenía una belleza que la fea ropa que usaba no alcanzaba a disimular. Le ofrecí una sonrisa y un nuevo saludo. ¿El taller de Arreta? Segunda puerta a la derecha, dijo mientras retrucaba mi sonrisa con una sonrisa aún más grande. Le agradecí y doblé a la derecha. Nada mal para una primera conversación.
Caminé unos pasos, abrí una austera puerta vidriada y me encontré ante dos mesas, diez personas, y una voz altisonante que prontamente se silenció al verme entrar.
-Diga –el hombre, sin lugar a dudas Rodolfo Arreta, giró su cabeza y me miró. Tenía una ceja levantada.
-Vengo al taller literario –respondí sintiéndome, debido a la obviedad de mi comentario, un poco idiota.
-Eso se ve –dijo Rodolfo Arreta, sin bajar la ceja en ningún momento- ¿pero usted quién es? ¿Está anotado? ¿Sabe que este taller comenzó hace un mes?
Tantas preguntas y tan difíciles. Tomé aliento. La primera de todas se respondía fácil. La segunda no tanto; yo no estaba anotado. La tercera preferí omitirla.
-Tome asiento –dijo después de pensárselo un rato.
Me senté en una silla entre medio de dos mujeres, y cuando lo volví a mirar Arreta ya tenía la ceja en el lugar que correspondía.
La clase transcurrió lentamente. Fiel a su estilo de chaqueta a cuadros de tweed y cigarrillo apagado en la mano, Arreta habló sobre lo que él creía que era una poesía y por qué (siempre según él) la poesía de una de las chicas presentes (para nada linda) era una ofensa hacia los grandes poetas. Comenzó a nombrar una larga lista de poetas que, según Arreta, eran los Grandes Poetas. Yo, en un momento dado, alcé la voz y dije “Neruda”.
Rodolfo Arreta levantó su característica ceja derecha, dejó el cigarrillo apagado sobre la mesa y dijo:
-Neruda no es un Gran Poeta.
La clase terminó, más o menos, con esa afirmación.
A la salida, un grupo de cinco o seis personas me ofrecieron ir con ellos a tomar algo. Todos deben fumar marihuana, me acuerdo que pensé. Rechacé cordialmente la invitación y le mandé un mensaje a Antonela.
"Necesito verte", decía.
lunes, 26 de mayo de 2008
Y todo por culpa de Groucho Marx
Era muy entrada la noche, había prendido el velador que está junto a la cama y veía con satisfacción como una suave luz verde inundaba de claridad ese cúmulo interminable de acolchados. Los había sacado del armario en un intento por paliar el frío que se había apoderado del departamento. De un día para el otro, un frío de cárcel. La ventana, sin ir más lejos, estaba tan helada como una monja que ve por primera vez en su vida a un hombre desnudo. Por eso prendí la estufa, y por eso acumulé un ejército de acolchados sobre las sábanas. Quería pasar una de esas noches. Tirado en la cama, calentito, con un libro entre manos y mojándome los labios con un poco de whisky.
Una de esas noches.
Pero el whisky comenzó a surtir efecto, de eso no cabe duda, mucho más rápido de lo que esperaba. Quizás se debió a la cena esquelética que había tomado unas horas atrás o quizás se debió a que mi estómago se había debilitado después de tantos años de intoxicarlo con alcohol (me inclino fervientemente, sin embargo, por la primera opción). Lo cierto es que el primer vaso me golpeó las células del cerebro con violencia. Y lo cierto es que fue por eso que agarré el libro de Groucho Marx. Necesitaba acción. Necesitaba un poco de mujeres. Y aunque sólo se tratase de mujeres volando por mi imaginación, las necesitaba igual. La carne no era lo importante, o al menos no era lo importante cuando agarré el libro.
La primera anécdota trata de una perversión entre un niño de cuatro años (el joven Groucho Marx) y una tía con un perfume propio de los burdeles. Una cosa desagradable, y sin embargo inocente, y sin embargo –levemente- graciosa. Y así fueron pasando las anécdotas hasta que llegué a esta. A esta estúpida descripción. Y la voy a citar tal cual está escrita en mi libro, y que, según Manuel Talens (el traductor), sería lo que hubiera escrito Groucho Marx si este hubiera entendido más de dos palabras de español.
Habla de una noche de desesperación juvenil: una de esas noches en que uno es incapaz de quedarse quieto, en su cama, en su habitación, sin tratar de conseguir una chica. Y Groucho estaba buscando entre sus contactos femeninos y ya había ido descartando uno a uno hasta que finalmente llegó al último de todos. Una tal Celia, y dice así: “A Celia la recordaba perfectamente: era pequeña, con lentes de contacto, poco culo y unos pechos cuyas dimensiones, a efectos prácticos, eran más que suficientes.” Esa cita me volvió loco. A efectos prácticos, claro. Me lo puse a pensar y sí: a efectos prácticos las dimensiones de las tetas de la motociclista eran más que suficientes. Quizás el alcohol se me había subido al cerebro, pero en su momento me pareció muy cierto. A efectos prácticos, volví a pensar, aunque nunca las haya tocado, las dimensiones de esas tetas son más que suficientes.
Lo de poco culo, bueno, ninguna mujer es perfecta. Pero a efectos prácticos...
Y mandé el siguiente mensaje de texto. Era la una de la madrugada, había acompañado la lectura con un segundo vaso de whisky y estaba echando chispas. Sin duda, si alguien hubiera tenido la ocurrencia de colocar una madera al lado mío habría ocurrido un incendio desastrozo.
El mensaje de texto decía: “Te amo, ¿querés casarte conmigo?”
sábado, 24 de mayo de 2008
Saliendo del invernadero
Me puse una campera blanca, liviana, un suéter gris y, como detalle final pero no menos importante, una camisa azul –una camisa arrugada, manchada en el torso, pero que cumplía bien con su función: mostrar unas aletas azules por encima del suéter. Me miré al espejo, traté de sonreír. No aparentaba ser un hombre de negocios, pero daba el talle de tipo sobrio y con buen aliento. Justo lo que necesitaba.
Y salí del invernadero.
Caminé por Corrientes derecho y me sorprendió, una vez más, mi falta de tacto para oler el clima. Imaginé que si ponía un huevo sobre el asfalto no iba a tardar mucho en cocerse. Doblé al llegar a Pasteur. Y me demoré un poco, suelo ser bastante malo encontrando direcciones. Si el edificio está en la vereda par, yo siempre estoy en la impar. Pero esta vez tuve suerte. Esa puerta vieja, marrón, correspondía exactamente con el número que tenía anotado en el papel. Iba a tocar el timbre, pero la puerta, apenas la rocé, no ofreció ninguna resistencia.
Avancé por un pasillo largo y con paredes resquebrajadas por una humedad violenta. Era una sensación de estar adentro de una maceta vieja y seca. Al llegar al final del pasillo, me encontré en un pequeño cuarto cubierto de libros. Y la imagen se cristalizó: el olor a tierra era admirable. Años y años de postergar la limpieza. Un hombre estaba sentado detrás del escritorio. Lo había visto una única vez, hacía ya seis meses. Y por fin me había llamado.
-Sentate –me dijo, mientras se ajustaba los anteojos.
La otra vez también lo había visto atrincherado detrás de ese cúmulo de libros y papeles de todos colores. O mejor dicho: de todos los matices posibles del color gris.
Me senté en una silla que había sufrido el paso de los años. Del otro lado de la trinchera, el hombre me daba tiempo. A los hombres que se consideran importantes siempre les gusta darte tiempo. Te acomodás, tosés un poco, y luego comienzan:
-No me disgustó lo que leí –esas fueron sus primeras palabras; sus primeras palabras después de varios meses de retener esas treinta páginas. No me disgustó lo que leí-. Pero el mercado, quizás ya lo sabés, está bastante saturado.
Pareció reflexionar un poco, y se llevó una mano a la nuca. Me ofreció un vaso de agua (creo que lo sacó de abajo del escritorio) y lo rechacé cortésmente.
-Si tengo que serte sincero, Pablo, ni siquiera hay mercado. La poesía no vende. A nadie le importa la poesía. Salvo, quizás, a algunos filántropos sueltos. ¿Soy claro?
Era claro. Se había tomado seis meses para leer treinta páginas de poesía y ahora me decía que no había mercado. Claro como el agua.
-Si en algún momento producís otra cosa –dijo mientras me estiraba la carpeta; las hojas, pude notarlo, habían tomado un saludable color amarillento-, podés traerlo. Te voy a dar un dato. Novelas históricas. Eso vende, ¿me entendés?
Me levanté de la silla, lo miré una vez más. La carpeta estaba apoyada en mi pecho y la tenía agarrada con mucha fuerza.
-Novelas históricas. No cualquiera te daría un dato tan bueno.
Se sacó los anteojos y me tendió la mano. Le ofrecí un tanto asqueado la mía. Después volví a meterme en esa maceta larga y vieja hasta que llegué a la calle. Cuando vi el primer tacho de basura, me despedí del único proyecto serio que había tenido en mi vida.
martes, 6 de mayo de 2008
La puerta
Subimos los cuatro pisos por la escalera. Nunca confié en los ascensores. No confío en esos hombres de campera negra que vienen a revisarlos y que pase lo que pase siempre les dan el visto bueno. Subimos por la escalera y creo que eso le molestó. Cuando abrí la puerta y vio los libros y las fotocopias por todas partes, no hizo nada. Absolutamente nada. No era una buena señal.
Se quedó parada junto a la puerta. Parecía uno de esos ratones que olfatean antes de decidirse a actuar. Se llevó un dedo a la nariz. Y lo tomé como algo personal.
-Tengo cerveza o whisky.
Antonela usaba zapatos, pollera negra y larga y una remera celeste que no parecía barata. Dio unos pasos cortos y amagó con sentarse en la cama desarmada.
-¿Tenés agua?
Claro que tenía agua.
-No, no tengo.
Estaba sirviendo cerveza en dos vasos, cuando pasó algo completamente inesperado. Se sentó en la cama y se llevó las manos a la cara. Eso hizo. Se cubrió la cara como si estuviera dispuesta a llorar.
Seguí sirviendo. Después tomé un trago de mi vaso. El de Antonela lo dejé en el piso junto a mi pie. La miré un rato, todavía con la cerveza bajando por mi estómago.
-Me quiero ir -dijo.
La puerta estaba abierta. Antonela no la había cerrado. Se la señalé con el vaso todavía en la mano. No dije una palabra.
Agarró su cartera (la debió haber soltado en algún momento) y comenzó a correr hasta que la perdí de vista.
Me quedé un rato inmóvil, tratando de entender esa súbita reacción. Agarré el vaso del suelo, lo llevé hasta la cocina. Después avancé unos pasos y cerré la puerta.
Por la ventana se filtraban los últimos retazos de un sol desfalleciente. Otro domingo que se iba.
sábado, 3 de mayo de 2008
Hasta el domingo
A la mañana, con el sol escondido detrás de bolsas de nubes, consideré que no había nada mejor que hacer más que dormir. Dormir. Dejar de pensar en la carrera (rendí Contabilidad II hace tres días: casi no estudié: probablemente la repruebe otra vez), la motociclista, las interminables noches en bares de cuentos, reuniones con pseudo poetas, y cocinar y limpiar y buscar ese trabajo que no encuentro por ningún lado. Dormir. Y el celular volvió a cantarme "Hello Dolly" y a despertarme una vez más y a la mierda con todo. "¿Te llegó el mensaje?".
¿Me llegó el mensaje?
Volví a tirarme en la cama, no sin antes tomar la prudencia de apagar ese bicho tecnológico.
Me desperté cuando las nubes estaban bajando la guardia y sus largas filas dejaban de cubrir el cielo celeste. Me desperté para tomar un poco de aire, fumar un cigarrillo y tratar de aliviar tantas tensiones. Pero no pude contenerme, la llamé. ¿Patio de comidas del Abasto? No tenía un peso. No tenía ganas. No quería verla. Dije que sí. ¿Siete y media de la tarde? Ni un segundo después.
Esa debilidad que tengo hacia las mujeres no es algo nuevo. Basta que sonrían un poco y que se muestren un poco dóciles, basta un "Ese corte de pelo te queda bien" para que se me tatúe una sonrisa bobalicona en la cara. Eso mismo dijo: Qué bien te queda el corte de pelo. La besé durante largos minutos.
Ya estábamos instalados en el patio de comidas. Unas insoportables canciones de pop yanqui sonaban suavente, obligando (de una forma no muy sana) a que no existieran silencios. Pero hubo uno muy largo, y la música lo cubría, y después de juguetear con los dedos en la mesa Antonela habló:
-Quiero conocer tu departamento -dijo desviando los ojos de su plato (unos ravioles con salsa filetto: nada muy elaborado: me gustan las mujeres simples).
-Ya lo vas a conocer -respondí tratando de demostrar una seguridad digna de un profeta. Claro, mi profecía era fácil de cumplir. Yo tenía la llave. Continué:- ¿Te parece el domingo?
Mi mano estaba apoyada en la mesa. Y de pronto sentí la suavidad de su mano enlazándose con la mía. Sonrió, me miró a los ojos.
-Me parece.
Y volvió a bajar la mirada hacia su plato. Esos ravioles que se veían mucho mejor que mi ensalada. Cuidar la figura, le dicen. Y también el bolsillo.
La despedida fue breve. Un beso corto, unas promesas vagas, repetidas. Pero mis últimas palabras quedaron vibrando en el aire.
-Hasta el domingo -dije.
Y hasta el domingo será.
martes, 29 de abril de 2008
La ventana
Soñé que dios existía. Fue terrible. Me desperté con agua en la frente chorréandome hasta la garganta. Abrí la ventana, miré los autos, la gente pasar, el traba de la esquina que siempre me sisea. La realidad todavía existe, pensé. Volví a la cama y al rato estaba durmiendo.
A la mañana el sol comenzó a deslizarse por mi rostro. Abrí los ojos y una franja naranja me obligó a cerrarlos. Me levanté y miré el escritorio, los papeles, los libros amontonados. Miré la notebook abierta, con la pantalla en negro como diciéndome: Vení, Pablo, escribime, escribime algo bueno. Muy bueno. Que salga en una revista. En los diarios. En una editorial grande. Suspiré largamente, tratando de mantener la calma.
Lo primero que hice fue lo de siempre: servirme un vaso de whisky, mirar un rato por la ventana (en el sueño dios aparecía por la ventana: usaba una levita blanca enorme y me apuntaba con un dedo: me tiraba el whisky en la cara: Hijo, me decía, y entonces me desperté) y esperé ver esa levita blanca y esa mano apuntándome. Claro que nada de eso ocurrió. Volví a agarrar el libro de Raymond Chandler. La dama del lago. Una prosa fantástica, me dije. Ni siquiera dios podría objetarle nada.
Terminé de tomar el whisky y cerré el libro. El monitor negro se contoneaba, se movía de un lado para otro como una bailarina de flamenco. Me llamaba. Vamos, Pablo, escribí las primeras líneas de la novela. Las primeras líneas. Escribilas.
Moví el mouse y el monitor volvió a cobrar vida. Abrí un documento de Word en blanco. Lo pensé un rato, mordiéndome la lengua. Me serví una segunda medida de whisky, algo bastante imprudente considerando la hora temprana. El sol estaba fuerte. Sus rayos naranjas se encargaban de iluminar todo el cuarto.
Apoyé los dedos en el teclado y escribí:
“Soñé que Dios existía. Fue terrible. Me desperté con agua en la frente chorreándome hasta la garganta”.
Y no escribí nada más.
viernes, 25 de abril de 2008
El rey del mundo
Lo cierto es que estaba agotado, y tenía motivos para estar agotado. Durante más de tres horas intenté hacer un esquema de personajes, ambientes, capítulos, sensaciones, y digo más: tuve la osadía de arriesgarme con algunas descripciones que, siendo lo más honesto posible, probablemente jamás encajen en ningún lado. “Ojos como altiplanos”, por ejemplo. O: “X tenía una cintura más propia de un despertador que de un ser humano”. Cosas así. Dejar volar la imaginación. Chamuyo literario, le dicen.
A las pocas cuadras la calle Corrientes ya me tenía saturado. Había que hacer malabares para esquivar esa manada de gente indisciplinada que se oponía (no sé si concientemente) a mi natural necesidad de avanzar (cómo no) hacia adelante. Así y todo, más o menos, conseguir llegar al kiosco.
-Unos Morris de diez –pedí.
Una señora gorda, sorprendentemente gorda, atracada detrás del mostrador, sacó a paseo una sonrisa fofa.
-No me quedan.
La sonrisa se mantuvo. Parecía pegada con Topolino. Y me fui con una caja de Camel, un encendedor y una mueca que podría tildarse de irónica.
Seguí caminando sin dirección alguna. A los pocos metros, un hombre (un cartonero, no sé si cuenta como un hombre) se detuvo al verme encender un cigarrillo.
-¿Me convidás uno, pa?
Le acerqué uno. ¿Fuego? Sí, también. Le acerqué fuego.
Encendió su cigarrillo y vi cómo del pantalón sacaba un papel. Era un folleto.
-¿Sabés quién es este? –preguntó.
En letras negras y gigantes estaba escrito “¿Creés saber quién es el rey del mundo?” . Al costado había una foto de un hombre barbudo. Bien podía ser el Che Guevara. O también Jesús.
-No tengo idea.
Pareció meditarlo un segundo. Sus ojos aparentaban ser los de un alcohólico. Pero no había rastros de alcohol en su aliento. Y preguntó:
-¿Sos judío, no?
-Sí.
Suspiró pesadamente. Miró hacia la avenida, los autos, la insoportable cantidad de gente.
-No importa –dijo.
Y entonces se fue.
miércoles, 23 de abril de 2008
Alteraciones del whisky
Estaba cocinando fideos cuando recibí la llamada. Sabía quién era: en la pantalla del celular apareció la palabra “Motociclista”. No atendí. El agua ya estaba hirviendo. Y así y todo los fideos se pasaron.
A la tarde, ya con el estómago lleno, me acosté en la cama. Tenía los ojos inquietos: esos ojos inquietos que ya no buscan la televisión ni la computadora. La lectura, entonces, me pareció lo correcto. Agarré mi última adquisición: diecisiete pesos por la novela del escritor norteamericano homosexual más polémico del siglo pasado. Truman Capote, dice la tapa. Otros ámbitos, otras voces. Su primera novela, escrita a los veintitrés años (dos más que yo). Prometía.
A la décima página de lectura ya estaba un poco cansado de las sobreadjetivaciones y hartado de las descripciones inútilmente minuciosas. Me imaginé que a la hora de escribir esa novela Truman debía tener a los escritores rusos entre ceja y ceja.
Sin comparación con el incomparable Truman Capote de Música para camaleones.
Pero volvió a llamar. Eran las cinco de la tarde. Había tomado dos vasos de whisky y estaba alegre. Lo suficientemente alegre como para disfrutar del estruendo de la ciudad y para atender el llamado.
-Estoy mal. Quiero verte.
Regla número uno: Cuando una mujer está mal siempre hay que excusarse. Las mujeres son difíciles de por sí, un día malo puede ser una catástrofe. Lamentablemente el whisky había alterado mi sano juicio.
-Está bien. Decime dónde y a qué hora.
Mi caída estaba sellada.
Nos encontramos en una esquina de Recoleta. Ella, por supuesto, quería entrar a un bar. Yo, por supuesto, quería ahorrarme ese dinero. No fue posible. Regla número dos: Las mujeres siempre se salen con la suya.
Entramos al bar. Nos sentamos junto a la ventana y pude apreciarla bien. Su pelo negro estaba revuelto y en la cara se le notaban rasgos de ansiedad y deterioro.
-Me peleé con mi mejor amiga –dijo.
Llamé al mozo. Pedí un whisky. ¿Vos qué tomás? Y también un cortado.
Durante dos horas la motociclista me estuvo contando con detalle unas discusiones inútiles. Cuando creía que mi cabeza iba a reventar le dije que tenía que volver a mi casa.
-Estoy escribiendo una novela –dije. Y no mentía, estaba tratando de empezarla.
Me despedí con un beso en la boca. Un beso que duró por lo menos una hora. No estuvo mal.
Volví a mi casa sintiéndome extraño.
lunes, 21 de abril de 2008
Monstruos de ciudad
Olvidarse el pasado, olvidar el futuro, vivir el presente ¿Esa fórmula funciona? Escapé de casa, dejé los libros, dejé a Sartre, a Calvino, a Groucho, dejé a Vizcarra, a Nietzche, a Saramago, dejé una montaña de fotocopias y diskettes y papeles que ya no me decían nada. Escapé de casa, fui a plaza Bulnes, me senté en una hamaca. Me hamaqué. Tenía una botella de cerveza en la mano y una mirada perdida. ¿Qué hubiera dicho Schopenauer?
Estuve un rato tratando de entender algunas cosas. Pensé en dejar la carrera. En escribir una novela. Algo realmente bueno. De fondo escuchaba gritos y risas. Niños desafiando el declinante calor del sol, formando siluetas transpiradas, recortándose bajo la indecisión de un subibaja. Una novela, pensé. Y creo que fue la primera vez que pensé en algo tan grande.
Alguien encorvado, sucio, decididamente gastado por el correr de los años se me acercó. Me apoyó una mano deslucida en el hombro. Era un hombre. No tendría treinta años.
Fingir indiferencia me pareció lo correcto.
-Las hamacas son para los nenes –dijo.
Su rostro se había oprimido en una mueca absorbente; creo que intentó ser una sonrisa.
-Soy un nene.
-Un nene que fuma porro -respondió.
Entorné los ojos; el sol se guarecía bajo una larga hilera de edificios. El atardecer era una realidad.
-Convidame, nene. Mirá lo que soy.
Era un hombre deshecho, totalmente perdido. Ni siquiera era un hombre.
-No fumo –dije.
Era un monstruo.
-Perdón -susurré.
Un monstruo de ciudad.
Me levanté de la hamaca y fingí que no escuchaba esos alaridos desgarradores. Esas injurias. El aullido de un lobo en una montaña desierta hubiera sido más dulce.
Me volví, le acerqué los restos de cerveza, unas monedas. Una sonrisa sin dientes funcionó como despedida. Y me alejé. Por la espalda un escalofrío se apropió de mi cuerpo. Antes los fantasmas recorrían Europa, ahora los fantasmas recorren las plazas de Buenos Aires.
Caminé las diez cuadras hasta mi casa. Abrí la heladera y saqué un yogurt. Lo comí mientras observaba esa pila estrambótica de libros y papeles y diskettes y ropa.
El futuro sonreía.
sábado, 19 de abril de 2008
Humo
Había hablado con la motociclista. Para caer en el vicio, en la trampa del sexo. El olor. Hay mujeres que emanan olor a sexo. Se siente, se puede tocar. La llamé y le dije: Quiero verte ya. Ella tiene olor, tiene un pelo largo, lacio, que le cae por los hombros. Esos hombros estrechos, aguerridamente indefensos. Su olor es el olor del sexo ¿Ya lo dije? Quería volver a verla.
Le dije una dirección. Una calle. Nada de bares. No tengo plata. No trabajo. Casi no estudio. Nada de bares. Una dirección cualquiera. Dos esquinas que se cruzan. Algo así. Quería llevar la situación al límite. Partirme el cuello de ser necesario. Quería encontrarme con ella y que las formalidades desaparecieran. Se hundieran bajo ese humo insoportable que empapa la ciudad. Quería saber que ella quería.
Otra vez llegó temprano. Otra vez habló con esa voz nada melodiosa, nada sensible, nada atrapante. Dijo cosas sin sentido: Amo la literatura: Odio la gente que no sabe vestirse: Quiero vivir la vida. La miré sin ocultar mi desprecio. Me sentí despreciable.
Estaba acelerado y tenía miedo y tenía ganas de tener miedo. Quería arrojarme a sus brazos. Pedirle perdón. Tratar de entender el mundo, que me ayudase a entenderlo todo: la desidia frente al gobierno, mi actitud pasiva, reprochable. Mis faltas de ganas de vivir la vida.
Nos dimos unos besos.
Nos sentamos en una plaza.
Hablamos.
Y seguimos hablando.
Y creo que llegué a entenderla. Y pasó eso: tenía miedo de ser vulnerable: de echarme a llorar. Le dije basta. Que no quería volver a verla. Lloró. El humo se salpicaba de lágrimas. De tristeza. La tristeza de alguien indefenso, más indefenso que yo. Le pedí perdón. Besé el humo. Las lágrimas.
Fue un día triste.
jueves, 17 de abril de 2008
Vértigo
Ayer iba a salir con la motociclista. Hablamos por teléfono y me pasó una dirección en Palermo: “Un bar que te va a encantar”. Algo under, imaginaba. Bien under. Camperas de cuero brillantes, mesas de pool rotosas, botellas partiéndose sobre cabezas. Todo eso imaginaba. Estaba ansioso. Fumé un cigarrillo, un segundo y hasta un tercero. Nada era suficiente. Y por eso salí a robar.
Era media tarde, el sol se guarecía bajo una nube de smog acechante; unos pastizales quemándose sin control en algún lado. No importaba. Tenía el vértigo propio de los adolescentes: el fervor de lo indecoroso: como lanzarse de un avión sin paracaídas. Ya la veía con el cigarrillo colgándole del labio, la motocicleta como símbolo de lo indebido, de un sexo salvaje en condiciones salvajes. Tanto vértigo tenía que decidí entrar a una librería por Cabildo y probar suerte.
Apenas franqueé la puerta las palpitaciones se aceleraron. Bajar los ojos y respirar profundo me parecían actos demasiado sospechosos, por eso levanté la cabeza y miré a la cajera y a su ayudante barbudo. Desafiante. Tenía pensado robar algo de Anagrama. Ojeé las estanterías y enseguida supe todo. Un rayo más digno de ciencia ficción, de profesía por cumplirse. Ver los Detectives Salvajes de Bolaño y su tapa roja y brillante. Supe que lo quería tener. Que lo debía tener. Había una mesa de libros en oferta. Agarré uno de Coelho y fingí interés. Y supongo que nadie debería caer en una trampa tan idiota, pero tomé un libro de Paulo Coelho y pretendí que allí había algo, que ese libro era digno de ser leído e incluso, digo más, de ser comprado. Una idiotez por el estilo. Eso pensé.
Las piernas me flaqueaban, el pulso sobrevolaba largamente el límite de lo saludable; la tensión era insoportable. Dejé sobre la mesa el libro de Coelho y me acerqué hacia la estantería. Motociclista, cigarrillo, bar under, noche sexual: todo eso sentí al rozar el libro: su lomo rojo y brillante y sus letras llamándome, susurrándome indecencias al oído. Miré hacia la cajera: no miraba. Miré hacia el barbudo: les mostraba libros a unos tarados con traje y pantalón de vestir. Eso era todo: caminar hacia la puerta, paso seguro, dientes inmóviles, disfrutar de un ahorro de sesenta y siete pesos. Eso era todo. Así de fácil.
Entonces cometí el único error. Volví a mirar. Una vez más.
Y ella miró.
Y salí de ahí con la vista baja, tratando de hundirme en la vereda. Salí y el smog me cubrió con insolencia, me rascó los ojos húmedos y la garganta cascada. Salí para volver a ser débil, para dejarme vencer por la inercia.
El bar quedaba cerca de Plaza serrano. Era muy decente: una cerveza costaba veinticinco pesos. La motociclista llegó media hora antes: “Por las dudas, mejor ser precavida”. Estudia contabilidad. Trabaja en un kiosco. Lee moda. Me fui temprano, acusando un dolor de cabeza que no era del todo falso.
Estoy cansado, sin fuerzas. No pienso volver a verla.