Y un buen día me levanté y la cabeza ya no era más un globo de aire caliente. Las sensaciones volvían a acudirme, ya más relajadas, casi somníferas. La fiebre se fue volando por la ventana. Y mirando por la ventana fue que vi ese espejismo. Dos piernas, un torso, el pelo echado hacia atrás. El ruido de los autos y de la vida me impedían escuchar los tacos golpeando la vereda; el olor enconchado de mi departamento (más muchas otras cosas; también, para ser realistas, era casi imposible) me impedía recibir ese perfume dulzón, ese aroma de lluvia que tenía todo su cuerpo (nunca había tocado ese cuerpo, lo juro). Me preparé.
Me preparé: arrojé desodorante de ambiente por todo el cuarto, por la cocina, por el baño. Arrojé mucho. Apretaba el botón y no soltaba, y la fragancia volaba y volaba y reposaba en cada hoja, en cada libro, en cada silla. ¿No será demasiado?, me acuerdo que pensé. Y sí: era demasiado. Y era tarde. Me peiné rápido. Me puse el pantalón. Una remera. Pero ya no había tiempo para arreglarme. El timbre repiqueteaba una, dos, tres veces. Las mujeres son insistentes.
-¿Quién es?
-¿Quién va a ser?
-¿Anto? –dije, pero sabía que no era Antonella. Antonella no me había llamado, no me había mandado un mensaje: Antonella no había dado muestras vida (si es que seguía con vida).
-No, no. –se rió, pero no me animaría a decir si era una risa nerviosa o coqueta, o tal vez lastimera, compasiva-. Soy Lau.
Era Laura. Ya sabía que era Laura. A veces los hombres hacemos mímica con las mujeres. Siempre nos sale mal.
-Me abren –dijo antes de que la voz se diluyera en una corriente de angustia, de preguntas que para mí no tenían respuesta. ¿Y acaso yo era otra cosa que un tipo desempleado, un artista, si se quiere, un tipo con ganas de escribir, de sacar un proyecto personal (por ende, egoísta) adelante? Yo no era más, acaso, que eso, un desempleado egoísta y sin nadie con quien hablar. Algo me daba confianza. No estaba todo perdido.
Cuando escuché que la puerta del ascensor se cerraba, caminé hacia la puerta y me quedé ahí parado, casi sin respirar. Sonó el timbre. Abrí. Era ella. No la veía hacía semanas. Quizás mucho más. Tenía los ojos delineados con pintura azul, la boca roja, las mejillas rosas. Pero no pude mirarle las piernas.
-Ay, Dios. Qué flaco estás.
Traté de mirarme. Era imposible. No podía aseverar que estuviera más flaco. Pero debía estar más flaco.
-Vos tampoco estás mal.
-No seas tonto. Dejame pasar. A ver, ¿dónde pongo la cartera?
Hice un gesto vago. La dejó sobre la cama. Entre dos libros: Uno de Rubem Fonseca, el otro de Rubén Darío. ¿Casualidad? No lo creo.
Se sentó junto a la cartera. Cruzó las piernas. Me miró con una media sonrisa. Yo también sonreí. Mi sonrisa, sin embargo, era bastante menos agraciada.
-Quiero empezar a venir más seguido –dijo, ya con una taza de té en la mano, mirando las hojas de mi futura novela, unas hojas llenas de tinta hasta en los márgenes-. Es como tu santuario. Me gustan los santuarios. De chiquita una vez le compraron una casita a mi perra. ¿Sabés qué hacía yo? Todo el día me lo pasaba en la casita. Era mi santuario.
Su voz era armónica. La miré. Traté de tomar confianza. De entender a qué se refería. Yo no quería. No quería tener que hablarle, fingir una sonrisa, esperar hasta que me dijese si Antonella seguía viva, si el amigo de su padre (Raúl Guinea) me había conseguido ese trabajo. ¿Cuánta plata me quedaba? No sabía. No era mucha. La situación comenzó a oprimirme el pecho. Traté de sonreír.
Laura seguía de piernas cruzadas sobre la cama.
lunes, 17 de noviembre de 2008
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